En 1769 el visitador general de Nueva España, don José de Gálvez, se dirigió al virrey Carlos Francisco de Croix, a fin de comunicarle la medida que entonces se consideraba necesaria en Sonora para resolver el problema de las invasiones apaches en esa parte del noroeste novohispano. Le decía “que es concepto uniforme de todos los misioneros y hombres prácticos, adquirido por largas experiencias, que los apaches no admiten reducción ni se convierten, y que por esta dureza de sus corazones se ha regulado siempre, como precisa necesidad, el extinguirlos, para que la conquista espiritual y temporal pueda pasar adelante y hacer progreso en las demás naciones gentiles que confinan con ellos”.
Poco después, Gálvez recibió una carta del comandante de las fronteras de Chihuahua, Lope de Cuéllar, quien, por disposiciones del propio visitador general, estaba por emprender una importante campaña militar contra los apaches entre Sonora y Nueva Vizcaya. En dicha misiva, De Cuéllar se mostraba convencido de que el remedio contra esas tribus no era otro más que el de su virtual aniquilamiento, “pues no hallo razón para que el príncipe haya de conceder pases a unas fieras sin religión, sin palabra, sin sujeción y las más inmundas de cuantas se conocen”.
Debemos recalcar que, para José de Gálvez, ese desafío no era para nada menor porque se había constituido en un obstáculo prácticamente dominio colonial español en el septentrión novohispano.
Las incursiones apaches, en su larga duración, pueden ayudarnos a tener una idea más amplia tanto de la capacidad de esas tribus para hacer la guerra a los españoles como de los límites y problemas de estos últimos para someterlos a su autoridad.
El inicio de las incursiones apaches
Procedentes al parecer de Nuevo México, los apaches hicieron su aparición en Sonora hacia 1680, luego de que en aquella provincia se levantaran en armas los pueblos indios y expulsaran a los españoles hasta la frontera norte de Nueva Vizcaya. Dado que su alimentación dependía principalmente del robo de ganado, el declive de esta actividad que siguió al extrañamiento de los españoles posiblemente contribuyó a su traslado a Sonora; tanto es así que al año siguiente la defensa de esta provincia septentrional sufrió un grave debilitamiento como consecuencia del alzamiento y cruenta represión de los indios ópatas establecidos en la frontera nororiental sonorense, cuyas comunidades servían de contención a los grupos indígenas limítrofes, entre los que tal vez ya se contaban los apaches.
Como quiera que haya sido, el hecho es que estas tribus que, en no poca medida, vivían del robo de ganado, al desplazarse al territorio de Sonora por fuerza tendieron a establecer sus campamentos fuera del alcance de los españoles. En efecto, básicamente se asentaron al este de la provincia, a lo largo del río Gila y al norte de este afluente, en la vasta y poco transitable región entonces conocida como provincia del Moqui, a la cual el misionero jesuita Ignacio Pfefferkorn describió como un territorio “casi circular [que] tiene una longitud cercana a las trescientas millas españolas, el terreno es áspero y montañoso y por lo tanto muy conveniente para estos ladrones que viven dispersos en las montañas, generalmente en lugares donde es muy difícil encontrarlos”.
En 1750 el gobernador de Sonora y Sinaloa, Diego Ortiz Parrilla, afirmó que los apaches se establecieron en dicha región con el objetivo de burlar la posible persecución de los soldados españoles: “Siendo este [grupo] copiosísimo en su número, sus tierras dilatadas, sus rancherías incógnitas y volantes, amuralladas siempre de inaccesibles serranías y peñascos que de propósito excogitan a larga distancia de una a otra, con escasez de agua para los nuestros, [que] no teniendo la necesaria se imposibilita el seguirlos”. Máxima, por cierto, que les acreditaba de sagaces y expertos.
El modo de vida apache
Así protegidos, los apaches no enfrentaron mayores problemas para reproducir en sus nuevos dominios sus formas tradicionales de vida, empezando por las que tenían que ver con su indumentaria y alimentación. El padre Pfefferkorn decía: “Los apaches son los indios más pulcros de la Nueva España y nunca se les ve desnudos y sus ropas son de pieles de animales, especialmente venado […] Son expertos en trabajar la gamuza y hacen con ella bragas, pantalones, medias y faldas para las mujeres. Tampoco caminan descalzos, sino que usan zapatos de punta afilada, hechos de cuero de caballo y sin tacones”.
En cuanto a su alimentación, sabemos que, además de nutritiva, era particularmente variada: iba desde la caza del bisonte, venado, liebres, entre otros animales, a la recolección de frutos silvestres, pasando por el cultivo de maíz, frijol y calabaza. Estos sembradíos, sin embargo, tal vez a causa de la abrupta topografía de su hábitat de la sierra, no parece que fueran muy extendidos; más bien, debieron ser sumamente pequeños y tan reducidos que, para el padre Pfefferkorn, los apaches “morirían de hambre si no complementaban sus míseras cosechas con los productos de sus robos y pillaje”. Se refería al ganado de los españoles, y en particular al caballo, del cual comentaba: “Su manjar favorito es la parte gruesa y carnosa del pescuezo de estos animales”, y añadía: “Cuando pueden obtener esta carne desprecian la de otros animales”. Hasta donde sabemos, el caballo se constituyó en un complemento importante de su dieta alimenticia tradicional, pero también en uno de sus medios de combate esenciales.
Por lo que toca a su organización social, formaban pequeñas agrupaciones autónomas del nivel de la banda, las cuales mudaban con cierta frecuencia de residencia, tal vez para no ejercer demasiada presión sobre sus precarios cultivos, pero posiblemente también porque podía resultarles más provechoso desplazarse en busca de más y mejores abastecimientos, sobre todo a medida que se acrecentaba su confrontación con los españoles y su sustento tendía a depender cada vez más de la caza, la recolección y el robo de ganado. Esta dependencia podía ser tanto más acentuada las veces en que se veían en la necesidad de “esconderse en lo más interno y áspero de sus montañas”, como sostenía el padre Pfefferkorn.
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