La estatua de Leopoldo II, rey de Bélgica

El dueño de un país entero

Gerardo Díaz. Historiador

En 1899 Joseph Conrad plasmó su experiencia trabajando en África mediante una novela extraordinaria que se convertiría en uno de los clásicos de la literatura del siglo XX. La divulgación que tuvo El corazón de las tinieblas atrajo la mirada del mundo occidental a un problema real de explotación, racismo y esclavitud. Ciudadanos prominentes de diversas urbes comenzaron a solicitar a sus gobiernos cuentas claras sobre el caso africano, especialmente a Leopoldo II.

 

En junio de este año, la estatua del rey Leopoldo II (nacido cinco años antes que Carlota), que durante más de un siglo estuvo en la ciudad belga de Amberes, fue incendiada por manifestantes; la de Gante fue embadurnada con pintura roja, y en Bruselas, en una manifestación de más de 10, 000 jóvenes, que corearon “asesino” y “reparaciones”, algunos treparon a otra estatua para ondear una enorme bandera de la República Democrática del Congo, país que sufrió una de las más sórdidas historias del colonialismo europeo. El rey Felipe Leopoldo expresó su “más profundo pesar por estas heridas del pasado, cuyo dolor se ha reavivado por las discriminaciones aún presentes en nuestras sociedades”.

Finales de 1884. Berlín está rodeada de un ambiente de tensión. Hay diversos rumores. Se dice que se está fraguando una guerra y al parecer es así pues en las calles circulan coches con representantes de toda Europa e incluso Estados Unidos. Las reuniones se han postergado semanas y no se llega a un acuerdo. Es cierto, el canciller Bismarck convocó a un Congreso para liberar tensiones entre las potencias, pero por el momento no es para una guerra, es para establecer reglas de equilibrio en África, para llevar la civilización y el bienestar a ella, dirán con descaro.

El rey de Bélgica, Leopoldo II, uno de los más interesados de esta reunión, movió sus fichas. Desde 1879 habría fraguado una fachada filantrópica y científica llamada “Asociación Internacional Africana”, con ungrupo de poderosos empresarios, para explorar el África interior, y para lo cual contó con la ayuda del famoso explorador Henry Morton Stanley, quien pronto entendió que la intención del rey Leopoldo era crear un nuevo Estado y dirigirlo como propiedad privada (el único caso en la historia moderna), al que llamó, eufemísticamente, “Estado Libre del Congo”.

La extraordinaria riqueza que estaba imposibilitado de explotar adecuadamente si Inglaterra, Francia y Alemania continuaban en su empeño por imponerse sobre los otros, lo llevó a proponer el libre comercio en África porque su afán era empresarial no de conquista. En aquella Conferencia de Berlín, de 1884, las potencias aceptaron este enfoque y acordaron los límites de los territorios de influencia. Es decir, se repartieron África, y a Leopoldo le tocó el viejo reino del Congo.

Independientemente del nombre, el dominio europeo ya se daba en buena parte del continente, y con este rumbo empresarial Leopoldo, a través de sus agentes, como Henry Stanley, “negoció” con los caciques regionales la cesión de sus territorios para explotarlos. Al poco andar, ese dominio se transformó en explotación directa de sus pobladores.

La brutalidad y horrores de la empresa de Leopoldo han quedado registrados en las historias de ese país, sobre el que tuvo pleno dominio desde 1885 hasta 1908. Con la intensiva y despiadada explotación, el rey de los belgas logró extraer miles de toneladas de marfil y todo el caucho que pudo, de las selvas para surtir la expansión industrial europea.

Durante años, Bélgica promovió la imagen de un Leopoldo humanista y generoso que hacía progresar al África. Lo cierto es que la condescendencia de Europa y de Estados Unidos le permitió mantener una propiedad privada sobre aquel territorio, casi ochenta veces más grande que el suyo, y sobre los millones de nativos de las diferentes etnias.

Los africanos fueron obligados a trabajar a cambio de una mísera compensación, y fueron vigilados y castigados por un ejército privado, compuesto en cada región, por mercenarios africanos enemigos de los habitantes y dirigido por militares blancos, y así fueron realmente esclavizados. Entre los castigos registrados, por no cumplir las cuotas de extracción de caucho, estaba la mutilación de manos o pies. Familias y aldeas enteras fueran secuestradas por ese ejército obligando a pagar un rescate en especie. En fin, sometimiento vil y cruel.

Hasta la fecha no hay datos concretos sobre la cantidad de muertos en el Congo, pero que todos los estudios señalen millones de muertos, no de cientos o miles, es muestra del horror que produjo su ambición ilimitada de ganancias.

 

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