La erupción del Krakatoa y las coloraciones en el cielo que asombraron a México

Consuelo Cuevas-Cardona

Durante los primeros meses de 1884, diferentes periódicos de México señalaron que desde finales de 1883, durante la salida y la puesta de sol, el cielo había tomado coloraciones que iban del rosa al rojo intenso, aunque también se veían verdes, naranjas y violetas.

 

En La Voz de México se decía que el fenómeno se había visto en diferentes lugares del mundo y que en Roma hubo días en que parecía que el Vaticano estaba ardiendo. Las observaciones se hicieron en París, Londres, Berlín, Ginebra, Nueva York, Buenos Aires y Santiago de Chile, entre otros lugares. Todos los científicos coincidían en asegurar que no se trataba de auroras boreales como las que se vieron en 1789 y en 1859, porque la aguja imantada no manifestaba las alteraciones magnéticas que se presentan durante estos acontecimientos (ver Relatos e Historias en México núm. 99, de noviembre de 2016).

Las hipótesis

Jesús Díaz de León, un naturalista y director de El Instructor de Aguascalientes, explicó en el primer número de este periódico (1 de mayo de 1884) que habían surgido dos hipótesis para explicar los hechos. La primera se debía a Gaston Tissandier, de París, que atribuía las coloraciones a la reflexión y refracción de los rayos solares sobre capas formadas por pequeñísimos cristales de hielo suspendidos a grandes alturas de la atmósfera. Díaz de León dudó de esta propuesta porque decía que era difícil creer en la existencia de una capa de cristales de hielo generalizada en todo el planeta.

La otra hipótesis fue presentada por el inglés Norman Lockyer, quien aseguraba que las coloraciones se debían a las cenizas expulsadas durante las erupciones del volcán Krakatoa, en Indonesia, ocurridas entre mayo y agosto de 1883. Lockyer aseveraba que en 1831 ya se habían visto esos cambios de color del cielo durante la erupción de un volcán submarino cercano a Sicilia, que llevó a la formación de la isla Julia (desaparecida cinco meses después). Además, se recogió polvo en el aire y la nieve de diferentes partes de Holanda, España y Suecia, y en todos los casos contenía los mismos compuestos que las cenizas volcánicas del Krakatoa.

El director de El Instructor también dudó de esta propuesta porque le parecía inexplicable que las cenizas fueran la causa de los cambios celestes que se habían visto en tantos lugares del mundo durante tanto tiempo. Así que él planteó la posibilidad de que el fenómeno se debiera a vapores cósmicos dejados en el espacio por cometas y captados por la Tierra durante su evolución alrededor del sol.

Las dudas eran muchas. En dos cartas, una escrita por el director del Observatorio Meteorológico de Lisboa y la otra por el de Madrid –publicadas en El Siglo Diez y Nueve del 13 de marzo de 1884–, después de describir los cambios de color que se observaban en las diferentes fases del proceso en sus países, uno de ellos escribió: “¿De qué procede este asombroso espectáculo con caracteres muy semejantes desde extensas regiones de la Tierra y que un día tras otro se reproducen pasando siempre con leves variantes por las mismas fases? Si usted lo sabe o lo sospecha le agradeceré que me lo diga. Yo no lo sé, ni las explicaciones que han llegado a mí me satisfacen tampoco”.

La erupción del Krakatoa

Estudios posteriores han mostrado que las erupciones volcánicas pueden tener efectos atmosféricos aun después de varios años. En un trabajo reciente, por ejemplo, se mostró que las cenizas generadas por el Krakatoa llevaron a la disminución de la temperatura terrestre durante los cuatro años siguientes, lo que tuvo un efecto positivo sobre la producción agrícola del sureste de la península ibérica.1 De esta manera, las coloraciones que se vieron en el cielo durante 1884 son completamente atribuibles a las cenizas volcánicas que fueron expulsadas con gran fuerza y a una altura muy grande, y que se esparcieron por la atmósfera de todo el planeta.

En aquel entonces los periódicos mexicanos narraron los terribles acontecimientos que vivieron numerosas poblaciones de Indonesia por la erupción. De acuerdo con El Tiempo del 8 de noviembre de 1883, las primeras manifestaciones de la catástrofe que se avecinaba ocurrieron en mayo de ese año, cuando la isla de Krakatoa empezó a sufrir violentas sacudidas acompañadas de fuertes rugidos. El 11 de agosto volvieron a sentirse y el 25 se presentaron más erupciones volcánicas, junto con terremotos y vendavales que en conjunto levantaban las olas del océano a grandes alturas. El 26, dice el diario, “mientras el mar avanzaba hacia el interior de las islas, la tierra se despedazaba con espantosos rugidos”.

En La Voz de México del 17 de octubre de 1883 se refirió que el sábado 25 de agosto, en la noche, empezó a caer una lluvia de piedras sobre Surabaya y Yogyakarta (ciudades de la isla de Java), que después se convirtió en una precipitación de rocas candentes y cenizas. El mar golpeaba las costas con gran furia y las olas alcanzaban grandes alturas, se metían en la tierra y arrastraban todo a su paso. El día 27, después de escucharse varias detonaciones, la isla de Krakatoa, situada entre Java y Sumatra, explotó y desapareció de la faz de la Tierra, junto con varias de las poblaciones de ambas islas. El estruendo fue tal que se considera que es el ruido más fuerte escuchado por el ser humano hasta ahora.

 

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Consuelo Cuevas-Cardona. Bióloga y doctora en Ciencias por la UNAM. Se ha dedicado a la divulgación de la ciencia y ha publicado diversos libros y artículos en revistas científicas. Sus trabajos se han enfocado en la historia de la ciencia –con énfasis en la biología–, así como en grupos y centros de investigación en México entre los siglos XIX y XX. Es profesora e investigadora de la Universidad Autónoma del Estado de Hidalgo e integrante del Sistema Nacional de Investigadores.

 

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