La derrota de Napoleón en Waterloo y su afición por los caballos

Ricardo Lugo Viñas

Son las once de la mañana del 18 de junio de 1815. Napoleón Bonaparte cabalga en su famoso Marengo –un esbelto, gallardo y vivaz caballo blanco de estirpe árabe– frente a sus tropas antes del inicio de la batalla.

 

No es el mejor de los centauros, pero eso importa poco. Es un líder preclaro, con veinte años de glorias militares a cuestas, que ha salido de su encierro en la isla Elba para reclamar lo que considera suyo. Pasa revista. Los coraceros y dragones de la caballería estrechan sus sables con el general en jefe, a manera de saludo. Más atrás, los regimientos lanzan toda clase de vítores y alegrías. Un apabullante y unísono grito resuena: “Vive L’Empereur!”.

Esta batalla será la última de la Grande Armée y llegará a ser considerada “el modelo de una auténtica tragedia”. Ha llovido a lo largo de tres días. Las colinas y los prados de Waterloo (actualmente en Bélgica) son una pesada y complicada alfombra de barro. Hombres y caballos avanzan sobre estos terrenos, cargando sobre sus suelas y sus cascos gruesas y pesadas plastas de lodo. En el otro frente, el duque de Wellington y sus tropas acechan a Napoleón. Un capítulo importante de la historia de Europa sería escrito esa tarde.

Hay bajas de un lado y del otro, y ambos generales saben que la victoria depende de quién sea el primero en recibir refuerzos. Wellington aguarda el arribo y ayuda del anciano mariscal Blücher, que para entonces cuenta con 73 años y viene en camino liderando al ejército prusiano. Napoleón, por su parte, ha enviado un considerable destacamento al mando del mariscal Grouchy, para acosar a Blücher y evitar que se una al escuadrón del duque.

La batalla de Waterloo ha sido narrada incontables veces, desde muchos ángulos, y ya sabemos lo que sucederá. El mariscal Grouchy no solo no hallará la pista del ejército de Blücher, sino que tampoco acudirá a la ayuda de las lastimadas tropas del emperador, que se encuentran a muy corta distancia, pues es incapaz de tomar una decisión personal y modificar la primaria y elemental instrucción que le dio Napoleón. Así, aquella misma noche la legendaria y epopéyica armada napoleónica caerá para siempre, presa del miedo, el terror, el infortunio y la muerte producida por las huestes prusianas e inglesas.

Ante la andanada y la inminente derrota, Napoleón se apea del caballo para poder huir subrepticiamente, con ayuda de la oscuridad y el silencio de la noche. Ya no es emperador ni comandante en jefe de ningún ejército. Los aliados se apoderan de su pequeño tesoro, del carruaje y de algunos caballos, entre ellos del insigne Marengo. Aquel corcel invencible –herido ocho veces en campaña, héroe de la llamada batalla de Marengo (en la actual región de Piamonte, Italia), a la que debía su nombre– ahora es un prisionero de guerra.

Fue vendido y pasó por la custodia de varios generales ingleses. Murió en 1831 y su esqueleto se encuentra en el Museo del Ejército Británico. Napoleón tuvo a lo largo de su vida alrededor de 130 caballos para su uso personal, varios de ellos blancos. Se dice que sus consentidos, además de Marengo, fueron Austerlitz, Vizir y Friedland. En Francia y el mundo existen muchas esculturas del emperador, aunque sobresalen aquellas que lo representan sin caballo, quizá como el símbolo de un soberano caído.

 

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¡Viva el emperador!