La Constitución de Cádiz y la independencia de México

Alfredo Ávila Rueda

Elecciones ciudadanas, libertad de prensa y federalismo fueron procesos desencadenados por la Carta Magna española de 1812 en nuestro territorio. Esos tres elementos fueron determinantes para alcanzar el anhelo independentista y después serían retomados por las primeras actas constitucionales mexicanas. 

 

Por generaciones, los mexicanos hemos aprendido a reconocer y valorar los actos de las personas que, con sacrificio de sus bienes y aun de su vida, se levantaron en armas en 1810. La justicia que hacemos a los insurgentes debería alcanzar también a los hombres y mujeres que por otros medios colaboraron en la construcción de México, ya que como creadores de instituciones y promotores de la participación ciudadana, su actividad estuvo vinculada de diferentes maneras con la Constitución elaborada en Cádiz por un grupo de diputados de España e Hispanoamérica, la cual fue la primera Carta Magna vigente en el territorio que actualmente ocupa nuestro país.

A doscientos años de su promulgación, quiero mostrar algunas de las herencias de La Pepa, sobrenombre que se dio a la Constitución por haber sido promulgada el 19 de marzo de 1812. En los siguientes apartados describiré tres procesos desencadenados en Nueva España por ese documento. Conviene decir de una vez que algunos de ellos fueron echados a andar de manera intencional por los constituyentes de Cádiz, como la libertad de prensa y las elecciones, mientras que otros fueron resultados imprevistos, como el federalismo.

Las primeras elecciones ciudadanas

En septiembre de 1812 se conoció la Constitución de Cádiz en Nueva España y de inmediato las autoridades se dispusieron a acatarla, aunque no siempre con entusiasmo. Había muchas novedades en ese documento, algunas tan importantes como la desaparición de la figura del virrey; pero sin duda la más trascendente era el reconocimiento de que la soberanía radicaba no en el monarca sino en la nación, compuesta por los ciudadanos de todos los dominios españoles. Por tal motivo, eran los habitantes quienes debían elegir a las autoridades principales: las mismas Cortes –como se llamó al congreso legislativo–, las diputaciones provinciales –órganos colegiados que administraban las provincias– y los ayuntamientos que se establecieron en las poblaciones con más de mil habitantes.

No es seguro el número de ayuntamientos que se establecieron en Nueva España gracias a la Constitución, pero fue superior a mil. Desde Yucatán hasta Sonora, los habitantes de esas poblaciones se prepararon para salir a votar por sus autoridades políticas por primera vez. Todos los varones mayores de edad con un “modo honesto de vida” y vecinos de una parroquia tenían derecho a votar, con excepción de los descendientes de africanos –a quienes los diputados españoles se negaron a otorgar la ciudadanía–, frailes, presos y sirvientes domésticos.

No importaba si se era indígena, mestizo o blanco, culto o analfabeta, rico o pobre, todos los que cumplieran los requisitos señalados por la Constitución podrían votar. En muchos poblados donde la mayoría era afrodescendiente se permitió votar a sus habitantes, aunque la ley lo prohibiera; en otros no faltó el sirviente que reclamara que vivía de modo honesto y era un vecino honrado. Esto se pudo hacer porque la Constitución dio plena libertad a las juntas electorales, compuestas por vecinos respetables y representantes de autoridades –como el cura–, para la organización de las votaciones.

Ahora bien, los ciudadanos no elegían directamente a sus autoridades, sino que lo hacían mediante un sistema complicado: elegían a “electores”, quienes a su vez nombraban a los miembros de los ayuntamientos. En un proceso separado, los ciudadanos debían nombrar a “electores de parroquia”, los que a su vez elegirían a los “electores de partido”, quienes en una reunión designarían a los representantes de las diputaciones provinciales y a los diputados para las Cortes.

A partir de noviembre de 1812, en numerosos pueblos y ciudades se establecieron las juntas electorales. En los pueblos de indios el proceso para elegir autoridades mezcló los usos y costumbres con las nuevas normas. En algunos, los varones mayores de edad se reunieron en las casas de la comunidad para discutir, según sus tradiciones, quiénes debían ser elegidos para los ayuntamientos. Al día siguiente hacían la elección de manera individual en la mesa de votación, tal como señalaba la ley.

En muchos casos, como sucedió en Chalco –en el actual Estado de México–, el cura tuvo una presenciadecisiva en la elección de alcaldes y regidores del ayuntamiento. En algunos, como en Tlaxcala, los miembros del antiguo gobierno indígena se convirtieron en las autoridades electas; es decir, no hubo cambio de personal político, sólo de procedimiento. En otras regiones, como las Huastecas o en el Valle de México, se eligieron ayuntamientos formados por indígenas y mestizos, con lo que se dio un paso para la integración de una nueva sociedad que superara las barreras étnicas.

En las grandes ciudades la movilización ciudadana ocasionada por los procesos electorales tomó por sor-presa a las autoridades. No se esperaban que tanta gente saliera a ejercer su derecho. Los frailes y las mujeres, quienes no podían votar, arengaban a los ciudadanos para que lo hicieran. Algunas mujeres ricas hicieron tertulias en las que se discutían los nombres de las personas que debían ser electas.

La ciudad de México puede servir de ejemplo para conocer cómo se realizaron las elecciones. El 29 de noviembre de 1812 se establecieron las mesas de votación en las parroquias capitalinas. Las personas con derecho al voto –y muchas que no lo tenían– se presentaron para dar, de viva voz o mediante una papeleta, el nombre de los electores que designarían a regidores y alcaldes del ayuntamiento. No faltó quien quiso inducir la decisión a través de dádivas (se repartió pulque entre los votantes). Otros llevaron a la gente a votar a una y a otra parroquia. Estas irregularidades sirvieron de pretexto para que las autoridades suspendieran temporalmente el proceso electoral, pero en realidad lo hicieron porque la cantidad de gente que salió a votar fue enorme, inesperada. La jornada terminó a las ocho de la noche, con fiesta. El conteo dio el triunfo a “25 americanos, todos honrados y del mejor modo de pensar”, a decir de la sociedad secreta de los Guadalupes, que simpatizaba con la insurgencia. Entre los electos no había un solo partidario del gobierno, de modo que se suspendió el proceso en la ciudad de México y en algunas poblaciones cercanas.

Al comenzar 1813 las autoridades tuvieron que echar a andar otra vez las elecciones, tanto para establecer los nuevos ayuntamientos como para elegir representantes para las diputaciones provinciales y las Cortes. Una vez más fueron incapaces de controlar el sentido del voto de los ciudadanos. En algunos lugares se eligió para ir a las Cortes a individuos de quienes se sospechaba colaboración con los insurgentes. En ciudades como Guadalajara los electos eran férreos defensores de los derechos regionales. Muchos abogados, eclesiásticos y propietarios salieron hacia España como diputados electos por los habitantes de Nueva España. Artesanos, rancheros y escritores también se abrieron paso en las elecciones. Las autoridades no sabían cómo enfrentar este panorama, por lo que procuraron retrasar todo lo posible el establecimiento de las diputaciones provinciales, pues les quitarían poder. Para su fortuna, en 1814 el rey desconoció la Constitución y restableció el absolutismo.

Los insurgentes se dieron cuenta de que para obtener apoyo debían ofrecer el derecho a elegir autoridades, de modo que en la Constitución de Apatzingán copiaron muchos de los artículos de elecciones que tenía la de Cádiz. Por desgracia, las derrotas del generalísimo José María Morelos y el avance realista impidieron que estas medidas se llevaran a la práctica. Fue hasta 1820, cuando el rey de España fue obligado a jurar de nuevo la Constitución, que se restableció el derecho de los ciudadanos a votar y ser votados. Ese año se formaron cientos de ayuntamientos. Pese a la oposición de las autoridades, se establecieron diputaciones provinciales que defenderían los derechos de las regiones. De nuevo fueron enviados diputados a las Cortes en Madrid. La gente salió a votar y se negó a renunciar a ese derecho.

Poco a poco, el ejercicio del sufragio empezó a cam-biar a la sociedad. Surgieron los políticos especializados en movilizaciones electorales, la prensa trataba de incidir en el sentido del voto, gente que por su pobreza o marginación nunca había ocupado un cargo público tuvo oportunidad de hacerlo, y en algunos casos lo consiguió.

El difícil camino de la libertad de prensa

Desde que las Cortes se reunieron en Cádiz en 1810, una de sus prioridades fue la de permitir la libertad de prensa, salvo en materias de índole religiosa. El 10 de noviembre de ese año los constituyentes elaboraron un decreto que permitía la libre expresión de opiniones políticas a través de publicaciones. También se dieron a la tarea de suprimir al Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición. El virrey de Nueva España, Francisco Javier Venegas, prefirió no darse por enterado, pues temía que la libertad de expresión favoreciera a aque-llas personas que querían la independencia.

En 1810 y 1811 aparecieron impresos que favorecían la unión con España y condenaban la rebelión iniciada por Miguel Hidalgo. Publicistas (término usado en aquella época para designar a los que publicaban) como Agustín Fernández de San Salvador y Mariano Beristáin criticaron ferozmente a los insurgentes y polemizaron con los muy pocos impresos que salían de las prensas rebeldes, como El Despertador Americano de Guadalajara. El Diario de México, temeroso de la censura, prefería no meterse en asuntos políticos. En 1812, con la promulgación de la Constitución, fue imposible seguir ignorando la libertad de prensa.

El artículo 371 de La Pepa señalaba: “Todos los españoles tienen libertad de escribir, imprimir y publicar sus ideas políticas sin necesidad de licencia, revisión o aprobación alguna anterior a la publicación, bajo las restricciones y responsabilidad que establezcan las leyes”. De inmediato el abogado oaxaqueño Carlos María de Bustamante decidió editar un folleto titulado El Juguetillo. Empezaba su cuadernillo con la frase “Conque podemos hablar...”, y a continuación, de un modo algo tímido, se atrevía a exponer sus principales ideas políticas. No faltó quien se opusiera al pensamiento de Bustamante, de modo que aparecieron divertidas publicaciones como El Juguetón, con lo que se dio pie a las primeras polémicas políticas impresas de nuestra historia.

Al lado de Bustamante, José Joaquín Fernández de Lizardi se dio a la tarea de publicar un periódico de contenido político: El Pensador Mexicano, en el que no solo expresaba sus ideas sino que se atrevía a aleccionar al virrey acerca de cómo debía actuar. Tanto en El Pensador como en El Juguetillo, Lizardi y Bustamante se comprometieron con la formación de valores cívicos e impulsaron a sus compatriotas a participar en los procesos electorales que se avecinaban, aunque no se atrevieron a inducir el voto a favor o en contra de personajes específicos. De cualquier manera, fueron papeles muy influyentes, a tal grado que el virrey Venegas, temeroso tras las elecciones de noviembre de 1812, decidió suprimir la libertad de prensa y perseguir a los principales publicistas. Fernández de Lizardi terminó procesado, mientras que Bustamante consiguió escapar de la ciudad de México para unirse a las tropas insurgentes, primero a las de Francisco Osorno en los llanos de Apan y luego a las de Morelos, quien iba en campaña para ocupar Oaxaca. De inmediato Bustamante emprendió la tarea de publicar periódicos en el bando insurgente –como el Correo Americano del Sur– y promovió entre los independentistas el establecimiento de un Congreso constituyente y una Constitución liberal que, a semejanza de la de Cádiz, garantizara la participación electoral y la libertad de prensa.

En 1820, tras la debacle insurgente y el restableci-miento de la Constitución, Bustamante volvió a publicar sus juguetillos. El primero se llamó Motivos de mi afecto a la Constitución, en el que señalaba todas las bondades de La Pepa pero censuraba a las autoridades virreinales que mezclaban “la libertad con la esclavitud”. Por su parte, Fernández de Lizardi entró en polémica con los que defendían a la extinguida Inquisición. El nuevo virrey, Juan Ruiz de Apodaca, toleró estas publicaciones, pero cuando las prensas empezaron a publicar las ideas del Plan de Iguala decidió suprimir la libertad de expresión, como había hecho su antecesor.

Sin embargo, en 1821 la situación de Nueva España era muy diferente. Las imprentas de Puebla, Veracruz, Mérida, Oaxaca y Guadalajara, entre otras, siguieron publicando opiniones políticas. La polémica Memoria político-instructiva de Servando Teresa de Mier, en la que proponía una independencia republicana, fue reimpresa, lo mismo que numerosas obras liberales provenientes de España y de otras partes de Hispanoamérica y el mundo. Nunca antes salieron a la luz tantas publicaciones políticas. Con la independencia, pese a los intentos de censura, este número siguió creciendo. Entre 1823 y 1824 cientos de impresos y decenas de periódicos discutían las posibilidades que se abrían en el futuro de México. El camino sería todavía largo y tortuoso, pero muy pronto quedó claro que sin la libertad de prensa sería imposible construir las instituciones democráticas que necesitaba el país.

El federalismo

La Constitución de Cádiz diseñó un Estado profundamente centralizado. Consideraba que la soberanía nacional era indivisible y que todo el poder debía quedar en las Cortes y en el rey. Sin embargo, por iniciativa del diputado de Coahuila, Miguel Ramos Arizpe, los constituyentes reconocieron que, dado el enorme tamaño de los dominios españoles, se requería contar con instituciones de gobierno local. Debido a ello quedó previsto que en cada provincia se debía establecer una diputación integrada por representantes electos. Cada diputación estaría presidida por un jefe político designado por el gobierno superior. Para evitar malos entendidos se suponía que las diputaciones no podían hacer leyes ni tomar decisiones políticas; únicamente se encargarían del “gobierno económico”, es decir, de la administración de las provincias, y servirían como intermediarios entre los ayuntamientos y el gobierno español. Por supuesto, a los ayuntamientos también se les prohibió tener actividades políticas y se les redujo a ser administradores, pero como se trataba de instituciones electas, muy pronto reclamaron representar, siquiera en parte, la soberanía del pueblo.

En 1812 el antiguo virreinato quedó dividido en cinco grandes provincias en las cuales debían establecerse diputaciones. La primera se reunió en 1813 en Mérida (incluía toda la península de Yucatán y Tabasco), poco después se establecieron las de Guadalajara (formada por Nueva Galicia y Zacatecas), Durango (Provincias Internas de Occidente) y Monterrey (Provincias Internas de Oriente). La de México, que incluía las intendencias de Guanajuato, Nueva España, Michoacán, Oaxaca, Puebla, San Luis Potosí y Veracruz más Querétaro y Tlaxcala, fue retrasada por Félix María Calleja, quien insistía en seguir ostentándose como virrey. Finalmente se reunió en 1814, poco antes de que la Constitución fuera abolida.

La historia de las diputaciones provinciales continuó en 1820. Ese año se autorizó la creación de la de Michoacán, que incluía a Guanajuato. Poco después Puebla exigió una propia, aunque no la consiguió hasta que México se hizo independiente. En 1823, cuando Agustín de Iturbide fue derrocado, había diputaciones en Chihuahua, Coahuila, Durango, Guadalajara, Guanajuato, México, Michoacán, Nuevo León, Nuevo Mé-xico, Nuevo Santander, Oaxaca, Puebla, Querétaro, San Luis, Sonora y Sinaloa, Tabasco, Texas, Tlaxcala, Veracruz, Yucatán y Zacatecas. Estas diputaciones se asumieron como las representantes de la soberanía de sus provincias y algunas de ellas dieron paso a Congresos constituyentes, como sucedió en Guadalajara, donde la provincia de Nueva Galicia se convirtió en el estado de Jalisco y estuvo encabezada por diputados provinciales. Algo semejante ocurriría en Oaxaca, Zacatecas y, finalmente, en todo el país. Por ello, cuando se estableció la Constitución de 1824, se dio reconocimiento a la soberanía de los estados, con lo que México surgió con una forma federal.

Los constituyentes de Cádiz no tenían previsto fomentar el federalismo, pero con las diputaciones provinciales se condujo a esa forma de gobierno, al menos en México. Las elecciones populares, aunque eran indirectas, dieron pie a la movilización de los votantes, sin importar que fueran indígenas, mestizos o blancos; poco después, los descendientes de africanos también exigirían esos derechos y, ya bajo el orden independiente, se les reconoció la igualdad política. Tal vez había personas que intentaban manipular las elecciones, pero no siempre lo conseguían; en cualquier caso, no sucedía de manera muy diferente a lo que pasaba en otros países. En todo este proceso la libertad de prensa fue muy importante.

La historia posterior mostró intentos para censurar la expresión de las opiniones políticas, muchos se opusieron a que la gente participara libremente en las elecciones y los derechos de los estados sufrieron reveses (en ocasiones jurídicos, otras veces de facto), pero las elecciones, la libertad de prensa y el federalismo han sido parte sustancial de nuestra historia como nación independiente y son sólo algunos de los legados del constitucionalismo surgido en 1812.

 

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