La calle del 5 de Mayo y la demolición del Teatro Nacional

Segunda parte: 1881-1910

Guadalupe Lozada León

 

En el número anterior de esta revista, dimos cuenta de la apertura de la calle de 5 de Mayo a través de la Casa Profesa y el convento de Santa Clara. Fue ahí donde en 1868 se celebró muy festivamente el triunfo de las armas nacionales sobre los franceses perpetrado seis años antes y la gloriosa Restauración de la República consumada en junio de 1867. Como ya se dijo, esa calle tan bien utilizada para el festejo patrio, solo tenía dos cuadras de largo, entre Isabel la Católica y Bolívar. Las que parten del Monte de Piedad, se conservaban en aquel 1868 como un estrecho callejón –el del Arquillo– heredado de la Colonia.

 

Tuvieron que pasar trece años más para que, a principios de 1881, durante el gobierno del presidente Manuel González, quien tomara el poder al finalizar el primer periodo de Porfirio Díaz, el Ayuntamiento presidido por Pedro Rincón Gallardo lograra por fin sortear las dificultades que se presentaban y dar paso a la continuación de la calle 5 de Mayo hacia el oriente.

 

Para ello fue necesario derribar diez casas del lado sur del Callejón del Arquillo y otras que estaban en las esquinas con las actuales calles de Monte de Piedad, Isabel la Católica y Palma. Los problemas económicos del Ayuntamiento eran de tal gravedad que se tuvo que valer de diferentes préstamos solicitados a particulares para poder indemnizar a los propietarios, cuyas casas tenían que sacrificarse para dar paso a las obras.

 

La rival de Plateros

 

Fue hasta el 5 de mayo de aquel 1881, cuando después de la ceremonia cívica presidida por el presidente de la República en el panteón de San Fernando, frente a la tumba del general Ignacio Zaragoza, los regidores atravesaron la parte ya terminada de la calle de 5 de Mayo y, ubicados en el callejón del Arquillo, cuyas casas no se habían empezado a demoler, protagonizaron un acto por demás teatral: “se detuvieron frente a una casa en donde estaba una pared aislada, tomaron cada uno un cordel de seda que pendía de la pared, estiraron suavemente y la mole se vino a tierra con gran estrépito en medio de vivas, de aplausos, de dianas y de una nube de polvo, de piedras y escombros que oscurecieron la atmósfera y pusieron blancos como la nieve a los apreciables ediles”, quienes, según la crónica de El Monitor Republicano, iban vestidos de riguroso traje negro.

 

La misma nota vaticinaba que, una vez sorteados estos obstáculos, la calle iba a ser rival de Plateros, hoy Madero, y se “volverá el barrio aristocrático de la Ciudad de México; las elegantes y los gomosos podrán dar vuelo a su paseo cotidiano en nuestros boulevards, lujosas casas de comercio se instalarán en todo el trayecto […] con el derrumbe de aquella pared […] la ciudad entera se ha estremecido hasta los cimientos de sus casas carcomidas, hasta los patios de sus casas de callejuela; la ciudad vieja ha escuchado algo como la trompeta del ángel de los destinos”. Ante situación tan esperanzadora, salta a la vista el espíritu que prevalecía en la época, en la cual, para que el progreso ocurriera, había que terminar con aquella ciudad que ya empezaba a caer ante el peso de la “modernidad”.

 

No obstante aquellos buenos augurios, la calle quedó totalmente abierta al público para la circulación de carruajes y personas hasta el 16 de septiembre de 1883. Según el historiador José María Marroqui, “quedó hermosísima” aunque no tuviera la vista de los cerros y el paisaje del que por aquel entonces gozaban todas las calles de la ciudad; sin embargo, tenía a ambos extremos bellas perspectivas: del lado oriente, la “amplísima” calle del Empedradillo, al costado de la catedral y los jardines que la circundan; y por el otro, la “elegante” fachada del Teatro Nacional, uno de los mejores ejemplos del arte arquitectónico de don Lorenzo de la Hidalga.

 

La demolición del Teatro Nacional

 

Sin embargo, ni veinte años duró así la calle. Al despuntar 1901 y ya con don Porfirio bien asentado en el poder desde su regreso a la presidencia en 1884, comenzó la demolición del Teatro Nacional para prolongar la avenida hasta la calle de Santa Isabel –hoy Eje Central–, en donde también comenzó a derribarse el antiguo convento del mismo nombre, ya para esas fechas convertido en “fábrica de sedas”, tal como se ve en fotografías de la época, para dar paso a la construcción del nuevo Teatro Nacional, hoy Palacio de Bellas Artes.

 

El periódico La Patria anunciaba el 13 de enero de 1901 que los trabajos de demolición “se han llevado a cabo con la mayor actividad”. Sin embargo, éste y El Boletín de los Héroes. Diario de Minería, Agricultura y Comercio hacen creer que el teatro que se demuele se va a reconstruir para modernizarlo; incluso el segundo llega a afirmar que se está trabajando en la “reparación y embellecimiento” y que las obras estarán concluidas a finales del año.

 

José Juan Tablada, en El Mundo Ilustrado del 27 de enero siguiente, acuña la consigna “Demoler para reconstruir” en su artículo “La demolición del Teatro Nacional”, y sentencia: “Este es el lema al que nos ha conducido la sed de progreso y a él tenemos que ser obedientes […] en todo, para evolucionar, es preciso remover obstáculos”.

 

Aunque en su crónica Tablada todavía deja entrever que el nuevo teatro se iba a levantar en donde había estado el anterior, fue el Semanario Literario Ilustrado, dirigido por Victoriano Agüeros, que en una extensa crónica titulada “Don Lorenzo de la Hidalga”, hace un recuento de la obra de este gran arquitecto y, con relación al teatro, señala con precisión y sin ambages que la demolición que se estaba llevando a cabo, no era una restauración. “El inmoderado afán de la novedad que tantos destrozos ha consumado y seguirá consumando, ha hecho que en estos días se haya llevado a cabo la completa demolición de la sala, el proscenio y otros anexos del Teatro Nacional. Lo que demandaba una prudente restauración y, a lo sumo, reformas de mero ornato y comodidad, ha quedado destruido; y de la mejor obra arquitectónica del México independiente no restan ya sino escombros”. Llama la atención que el redactor de este artículo esté en contra de la demolición del teatro, en una época en que la conservación del patrimonio edificado no era prioridad, tal como sigue sucediendo hasta la fecha, a pesar de existir hoy una serie de leyes para su protección.

 

El caso fue, que una vez sin el teatro, las obras continuaron a toda prisa para demoler las demás casas que fueran necesarias, a fin de dejar el camino libre hasta lo que actualmente conocemos como Eje Central Lázaro Cárdenas.

 

Modernidad arquitectónica

 

El 10 de mayo de ese mismo 1901, El Imparcial da cuenta de la iniciativa presentada por la Secretaría de Hacienda al Congreso para utilizar los excedentes de ejercicios anteriores en la ejecución de obras públicas. Entre otros rubros, incluía un millón ochocientos mil pesos para que el Ayuntamiento de México pudiera prolongar las calles del 5 de Mayo y hacer una plazoleta “entre esa calle y el Mirador de la Alameda”, hoy Ángela Peralta, al costado poniente del Palacio de Bellas Artes. El recurso se utilizaría para el inicio de las obras y la expropiación “de las casas que han de derribarse”.

 

Veloces deben haber fluido los recursos, puesto que en julio de ese año el periódico El Tiempo anunciaba que ya se había iniciado la adjudicación de lotes en remate público. La convocatoria de la Tesorería de la Federación especificaba: “No se admitirán posturas por menos de ciento veinte pesos por metro cuadrado”.

 

 

Esta publicación es sólo un fragmento del artículo "La calle del 5 de mayo y la demolición del Teatro Nacional" de la autora Guadalupe Lozada León que se publicó en Relatos e Historias en México, número 123Cómprala aquí