La calle del 5 de Mayo (Primera parte: 1861-1868)

Una vía histórica que celebra la victoria frente a los franceses

Guadalupe Lozada León

 

Pocas calles de las ubicadas en la zona cercana al Zócalo de Ciudad de México resultan tan emblemáticas para entender el proceso de la nacionalización de los bienes del clero y la destrucción de los conventos, como la “Avenida del 5 de Mayo”.

 

 

El triunfo liberal

 

Bien es sabido que a finales de 1860, una vez tomada la capital, tras el triunfo de los liberales sobre los conservadores, cuando Jesús González Ortega venció a Miguel Miramón en Calpulalpan, comenzaron a imperar las Leyes de Reforma, dando por resultado muchas transformaciones, tanto al interior de la sociedad como en la fisonomía de las ciudades.

 

Así, el 28 de diciembre de ese año, apareció el bando firmado por González Ortega en su calidad de “General en Jefe del Ejército Federal, encargado interinamente de los mandos político y militar” del Distrito Federal, dando a conocer el decreto expedido por el presidente Benito Juárez en Veracruz en julio de 1859, cuyo artículo primero sentenciaba: “Entran al dominio de la nación todos los bienes que el clero secular y regular ha estado administrando con diversos títulos, sea cual fuere la clase de predios, derechos y acciones en que consistan, el nombre y aplicación que hayan tenido”.

 

Fácil es imaginar la sorpresa del clero al recibir semejante noticia, habida cuenta de que la Iglesia católica había financiado la Guerra de Reforma entre liberales y conservadores para detener las leyes que tanto perjudicaban sus intereses. Sin embargo, únicamente le sirvió para posponer durante año y medio la puesta en práctica de esa ley que convertía en bienes de la nación aquellos que habían atesorado durante años.

 

Reformar hasta las calles

 

Así pues, al despuntar 1861 y ya con Juárez de regreso en la capital del país después de su larga estancia en Veracruz, donde había promulgado ésa y otras tantas leyes que reafirmaban la separación entre la Iglesia y el Estado, los habitantes de esta ciudad comenzaron a ver, estupefactos, que las decisiones del gobierno iban muy en serio y que la ciudad tan clerical, tan cerrada –literalmente– por la cantidad de conventos que por todos los rumbos impedían el paso, comenzaba a perder su antiguo rostro heredado de la época de los virreyes.

 

Fue así que, una vez suprimidas las corporaciones religiosas, quedaron vacíos los edificios que hasta entonces habían ocupado. En tal estado de cosas, los partidarios de la Reforma consideraron que, si se mantenían vacantes esos inmensos inmuebles, las comunidades suprimidas mantendrían viva la esperanza de recuperarlos, por lo que, como gobierno triunfante, se dieron a la tarea de ampliar plazas y abrir calles, derrumbando aquellos conventos que estorbaban y ocupando otros, de tal suerte que, como diría José María Marroqui “quedaran imposibilitados para volver a su anterior destino”.

 

Con ese espíritu transformador, el gobierno ordenó que el ayuntamiento de México se diera a la tarea de “comunicar el Arquillo de la Alcaicería con la Calle de Vergara a través de los conventos intermedios”. Así de escueto es el comunicado aparecido en El Siglo XIX, el 20 de febrero de 1861, en donde también se da cuenta de la apertura de nuevas calles a través de los conventos de la Concepción y Capuchinas, así como de la división de la que fuera morada de las religiosas de Santa Inés. En una nota aparte del mismo diario y de esa fecha, se explaya narrando el descubrimiento de catorce momias en el antiguo convento de Santo Domingo, cuya demolición ya había comenzado.

 

La rapidez con la que se giraban estas órdenes superiores para abrir calles donde había conventos suprimidos permite ver la nula planeación urbana que desde entonces caracteriza a esta ciudad tan transformada. Al decir “comunicar el Arquillo con Vergara, a través de los conventos intermedios”, sin siquiera mencionarlos, se estaba ordenando implícitamente demoler la Casa Profesa y el convento de Santa Clara, con la única intención de comunicar el callejón interior de la que fuera la morada de Hernán Cortés, construida después de destruir el Palacio de Axayácatl –mansión en la que el emperador Moctezuma le había permitido vivir desde su llegada a México-Tenochtitlan y hasta su huida en la fatídica Noche Triste–, con la actual calle de Bolívar.

 

El Arquillo no era precisamente una calle formal, sino un auténtico callejón angosto que partía de la calle del Empedradillo, a un costado del Monte de Piedad, y continuaba hasta la calle de San José el Real, hoy Isabel la Católica, donde topaba justo con la Casa Profesa, anexa al templo del mismo nombre. Por tanto, no se pretendía abrir una calle que fuera de las mejores de la ciudad, sino solo una de dos cuadras, para lo cual se tendrían que demoler dos recintos pertenecientes a órdenes religiosas: los oratorianos de San Felipe Neri y las monjas de Santa Clara. La única ventaja de todo esto sería que –a la postre y durante pocos años– se le iba a dar “vista” al magnífico Teatro Nacional, que se levantaba airoso en la calle de Vergara, entre San Andrés y San Francisco, hoy Tacuba y Madero.

 

La demolición comenzó por la Casa Profesa que, construida como casa de ejercicios por los jesuitas, pasó a manos del Oratorio de San Felipe Neri cuando, por órdenes del rey Carlos III, los miembros de la Compañía de Jesús fueron expulsados de todos los territorios españoles en 1767. Casi cien años, pues, tenían los oratorianos en esa sede cuando la perdieron para que se abriera una calle, acción por la cual hasta burlas se habían expresado en la prensa. Así, el 3 de agosto de 1861 el diario La Independencia comentaba: “¿para qué el hipo de dos calles más que maldita la falta que hacen? Si las que tenemos no las podemos cuidar y asear, ¿para qué echarnos más cargos que no hemos de poder cumplir?”.

 

Si a eso le sumamos que la gente no se atrevía a cruzar por las calles resultantes del derribo de los conventos, y en particular por ésta debido al cariño que se profesaba al Oratorio, la situación de la movilidad en aquella ciudad tasajeada no era muy alentadora.

 

Fue en ese mismo 1861 cuando, después de abrirse paso a través de la Profesa, la calle continuó, dando cuenta del convento de las clarisas. Relata Marroqui que ahí se toparon con casas particulares para poder concluir la vía como estaba prevista; “sin embargo, se derribó lo que se pudo, en espera de derribarse lo que se necesitaba”. Dado que esta situación no pudo sortearse de inmediato, la parte abierta del convento “más que calle era un rincón irregular, ruinoso, oscuro, ocasionado a depósito de inmundicias y a comisión de delitos”.

 

 

Esta publicación solo es un fragmento del artículo "La calle del 5 de Mayo (Primera parte: 1861-1868)" de la autora Guadalupe Lozada León que se publicó en Relatos e Historias en México, número 122. Cómprala aquí.