“España es el mar”, afirma Agustín Rodríguez González, especialista en el vasto pasado naval de ese país que, al perder el dominio del mar, luego de ser el más grande imperio transoceánico de la historia, se desmoronó.
Aunque algunos historiadores, sobre todo anglosajones, minimizan el papel del reino ibérico como potencia marítima, desde el siglo XVI su armada sostuvo el gran poderío del imperio “en el que nunca se ponía el sol”, como dicen que expresó el rey Felipe II para referirse a la potencia que heredó de su padre Carlos I en 1556, la cual comprendía diversas tierras en Europa: toda la península ibérica, Nápoles, Sicilia, Cerdeña, el ducado de Milán, Holanda y Bélgica y el Franco Condado; en África, Orán, Bujía, Túnez, Melilla y las islas Canarias; en Oceanía, varios archipiélagos de la Micronesia; en Asia, las islas Filipinas, y en América, los enormes territorios desde el norte de lo que hoy es México hasta los actuales Argentina y Chile en el sur del continente.
Para mantener unido este inmenso territorio y, sobre todo, para hacer llegar a la metrópoli las inmensas riquezas que las colonias producían, la armada española tuvo que ser formidable. Desde el mismo siglo XVI enfrentó grandes desafíos, como la piratería o las flotas cada vez más poderosas de otras potencias europeas –como Inglaterra– que ambicionaban las riquezas producidas para España en el Nuevo Mundo, además de las grandes dificultades que entrañaba administrar un imperio tan vasto, cuyas pérdidas fueron mínimas por más de tres siglos.
La frágil alianza entre España y Francia
España no perdería el mar en la batalla de Trafalgar de 1805, pero sí reafirmó tal condición. Para llegar ahí, el proceso fue largo y complejo; los factores internos, como la incapacidad del gobierno de Carlos IV para crear una alternativa coherente de política exterior y de defensa ante los peligros de la Francia revolucionaria y de la expansión británica, tuvieron mucho que ver. Sin embargo, en Trafalgar no solo España se dio cuenta de que había perdido el mar, también el mundo, lo cual era todavía más importante.
Si antes de Trafalgar el emperador francés Napoleón contaba con la Corona española como aliada –sobre todo con su armada– para enfrentar a su acérrimo enemigo Inglaterra, tres años después, en 1808, sus tropas ocupaban España y en el trono colocaba a su hermano José Bonaparte. Las tropas francesas permanecieron hasta 1813, cuando se retiraron y Napoleón tuvo que acceder a la restauración de Fernando VII en el trono. Por otra parte, en esos mismos años habían comenzado en la América española la mayor parte de los movimientos independentistas que habrían de culminar con la pérdida de la gran mayoría de sus colonias.
De esta forma, la de Trafalgar es la batalla naval más recordada de las llamadas Guerras Napoleónicas: no es casual que una de las principales plazas de Londres lleve el nombre de ese cabo ibérico y que este gran episodio bélico marítimo haya llenado cientos de páginas de relatos e historias tanto en España como en Inglaterra.
La declaración de guerra a Inglaterra
En mayo de 1803 los británicos reanudaron las hostilidades contra la Francia de Napoleón al romper la paz firmada un año antes. Por su parte, España poseía una gran flota que podía inclinar la balanza del poderío naval hacia uno u otro bando, pues era considerada al menos a la par de las flotas británica y francesa.
Napoleón solicitó a España que cumpliera los acuerdos de cooperación militar adquiridos previamente por Manuel Godoy, favorito y ministro del rey Carlos IV, pero el propio Godoy logró evadir la ayuda militar a cambio de un subsidio económico para el ejército francés. Ante los ojos ingleses, eso comprometió la neutralidad española en el conflicto, por lo que ordenaron a su flota considerar sospechosos a todos los navíos de España que encontraran, lo que desencadenó ataques y detenciones de embarcaciones ibéricas durante el resto de 1803 y buena parte de 1804.
En ese lapso, un convoy compuesto por cuatro fragatas proveniente de América fue interceptado y atacado por fuerzas inglesas el 5 de octubre de 1804. A pesar de que supuestamente eran tiempos de paz entre ambos reinos, el ataque culminó con una victoria aplastante de los británicos, quienes capturaron a tres de los cuatro navíos enemigos; el cuarto, Nuestra Señora de las Mercedes, se fue a pique llevando en sus bodegas una fortuna en monedas y metales preciosos. Ese fue el acto, tildado en su tiempo de piratería, que obligó a España a declarar la guerra a Gran Bretaña el 12 de diciembre de 1804.
El plan fallido de Napoleón
“Con solo doce horas que tengamos el dominio del canal, Inglaterra habrá dejado de existir”, dijo Napoleón Bonaparte. Esas horas pensaba conseguirlas gracias al apoyo de la Real Armada Española. Los planes de Napoleón para la escuadra española consistían, en resumidas cuentas, en distraer a la flota británica, alejándola del canal de la Mancha mientras doscientos mil soldados franceses desembarcaban en Inglaterra para acabar de una vez por todas con el incómodo rival. Para eso, las tres escuadras galas saldrían rumbo a las Antillas, donde se reunirían con los barcos españoles, con lo que atraerían hacia ellos a la Marina británica; cuando lo lograran, tendrían que volver rápidamente al canal para transportar al gran ejército. Sin embargo, Napoleón, acostumbrado a complejos planes que sus generales solían cumplir con sorprendente precisión, no contempló las vicisitudes del océano, y su plan que dependía de muchos factores que no podía controlar falló por completo, pese a que el vicealmirante inglés Horatio Nelson mordió el anzuelo y se trasladó al Caribe.
Al regresar, la flota combinada se topó con la escuadra del vicealmirante inglés Robert Calder cerca del cabo Finisterre, en la costa norte de España, donde entablaron combate el 22 y 23 de julio de 1805. Aunque terminaron con un aparente empate, achacado principalmente a las indecisiones del almirante francés Pierre Charles Silvestre de Villeneuve, quien no supo aprovechar la superioridad numérica, el complejo plan de Napoleón fracasó al impedir a la flota galo-española el acceso al canal de la Mancha. Para empeorar las cosas, Villeneuve no permaneció en el norte de España a la espera de refuerzos y ordenó a su flota poner rumbo a Cádiz, adonde llegó el 20 de agosto, lo que hizo que Bonaparte montara en cólera y ordenara el reemplazo de su almirante.
Pero la suerte estaba echada para los barcos franceses e ingleses, así como la del almirante Villeneuve, quien, enterado de que su reemplazo estaba en camino, zarpó rumbo al cabo Trafalgar con la intención de luego dirigirse hacia el Mediterráneo. Sin embargo, ahí lo estaba esperando la escuadra de Nelson, que aprovechó el tiempo que franceses y españoles estuvieron fondeados en Cádiz para llegar a las costas del Viejo Continente.
Predispuestos a la derrota
El 18 de octubre y contra la opinión de los comandantes españoles que aconsejaban esperar refuerzos y vientos favorables en Cádiz, Villeneuve ordenó la salida de la flota combinada de la bahía de Cádiz, aunque la falta de viento hizo que los cuarenta barcos, quince navíos de línea españoles –entre ellos el gran Santísima Trinidad–, y dieciocho franceses, además de cinco fragatas y dos bergantines, no pudieran salir hasta la mañana del día 20. Para la tarde de ese mismo día pudieron por fin poner proa rumbo a Gibraltar.
Nelson, que contaba con veintisiete navíos de línea, cuatro fragatas y dos barcos de menor envergadura, estaba al corriente de los movimientos de la flota enemiga y salió a su encuentro. Ambas escuadras se avistaron en las primeras horas del día siguiente. Villeneuve, a bordo del buque insignia francés Bucentaure, ordenó a sus barcos desplegarse en una enorme línea de combate, mientras que Nelson dispuso sus navíos en dos columnas, una comandada por él a bordo del HMS Victory, y otra al mando del vicealmirante Cuthbert Collingwood, quien iba a bordo del HMS Royal Sovereign.
Los débiles vientos dificultaban las maniobras, por lo que ambos contendientes pasaron algunas horas sin mayores cambios. A las ocho de la mañana del día 21, Villeneuve tomó la última de una serie de decisiones que resultaron catastróficas para la flota combinada: ordenó virar en redondo para facilitar una posible huida a Cádiz en caso de ser superados por los ingleses. Según varias versiones de la batalla, el capitán del navío español San Juan Nepomuceno, Cosme Damián Churruca, al ver las señales con las órdenes exclamó: “El almirante no sabe lo que hace, la flota está perdida”. El mismo Churruca había escrito a su hermano poco antes de la batalla: “Si llegas a saber que mi navío ha sido hecho prisionero, di que he muerto”.
La nefasta orden que precipitó el desastre daba un claro mensaje a los barcos de ambas escuadras: aún sin disparar un solo cañonazo, Villeneuve daba por perdida la batalla. Así, la maniobra se realizó lo mejor que se pudo, que no fue mucho, y la gran línea de batalla quedó deshecha antes de empezar el combate. El almirante español y capitán general Federico Gravina y Nápoli, quien a bordo del Príncipe de Asturias de 112 cañones había quedado en la retaguardia después de la acción planeada, intentó desesperadamente reorganizar la línea, pero nada pudo hacer ante la llegada de la primera columna de la flota británica.
La batalla y la catástrofe para España
Poco antes del mediodía Nelson envió la señal de batalla a sus buques con palabras que se hicieron célebres: “England expects that every man will do his duty” (“Inglaterra espera que cada hombre cumpla con su deber”). Villeneuve ordenó abrir fuego y el combate propiamente dicho se inició alrededor del mediodía, cuando un cañonazo del navío Fougueux, que se encontraba en la retaguardia de la combinada, disparó contra el HMS Royal Sovereign que mandaba Collingwood. A pesar del caos reinante en la línea combinada tras la virada en redondo, la acometida perpendicular de las dos columnas inglesas suponía un grave riesgo para ellos, ya que los fuertes navíos de la vanguardia recibieron el fuego franco-español por cerca de cuarenta minutos antes de disparar un solo tiro.
A las malas decisiones de Villeneuve se sumó la cobardía del contraalmirante francés Pierre Dumanoir, quien se encontraba al mando de la vanguardia y, desobedeciendo las órdenes expresas de dirigirse al combate, viró en redondo a bordo de su navío Formidable, huyendo así del combate junto con otros tres navíos franceses y abandonando a su suerte a sus compatriotas y aliados. Los cuatro barcos galos que huyeron fueron apresados doce días después y la mancha de su cobardía perseguiría a Dumanoir hasta su muerte en 1829.
La columna comandada por Collingwood logró interponerse entre la retaguardia y el centro de la línea, mientras que Nelson se dirigió directamente contra este último, ocupado por el Bucentaure y el Santísima Trinidad. Este ataque terminó por desorganizar a la ya de por sí confusa línea aliada, aislando a sus principales barcos. Gracias a la superior maniobrabilidad que le daba el viento a favor y la velocidad de aproximación, Nelson pudo barrerlos con terribles andanadas por proa y popa, aunque esto lo pagaría con su vida.
Los barcos ingleses se apoyaban entre sí y entraban en combate de forma sucesiva, relativamente frescos, eligiendo y ocupando las mejores zonas de fuego donde “das y no recibes”, hasta rendir uno a uno a los barcos rivales. La resistencia de éstos fue heroica, incluso desesperada, al grado de que prácticamente ningún navío se rindió hasta que no cayera el capitán al mando. Ante el inminente desastre, los mandos de la combinada decidieron poner su honor en juego y vender cara la derrota, la cual estaba sellada en las dos primeras horas del combate, cuando la mayoría de los navíos más importantes ya se habían rendido o ya no disparaban sus cañones. A las seis de la tarde el francés Achille voló por los aires al explotar su santabárbara (sitio donde se guarda la pólvora), marcando el final del funesto día para la escuadra de España y Francia, que para entonces habían perdido veintidós navíos. Los británicos no perdieron un solo barco.
Así terminaba la histórica batalla de Trafalgar e iniciaba el fin del gran imperio español.
El artículo "La batalla de Trafalgar" se publicó íntegramente en Relatos e Historias en México número 104.