Gustavo Díaz Ordaz: origen y destino

Arno Burkholder

Desde que dejó la presidencia dijo que tenía que escribir sus memorias. Necesitaba dejar su versión de todo lo ocurrido durante su mandato y especialmente en 1968. Sin embargo, lo fue postergando hasta que diez años más tarde la cercanía de la muerte lo obligó a sentarse a trabajar.

 

El 15 de julio de 1979, Gustavo Díaz Ordaz despertó con el peso del cáncer de colon que le quitó la vida. Desayunó fruta y gelatina. Quería pasar el resto del día leyendo, con la compañía de sus seres queridos y de los miembros del Estado Mayor Presidencial que lo resguardaban desde que fue nombrado candidato a la presidencia de la República en 1963. No leía periódicos ni veía noticieros desde que dejó de ser jefe del Ejecutivo en 1970. Decía que no tenía caso. Que solamente lo harían enojar con todas las mentiras que contaban sobre él.

Pero México no había olvidado a Gustavo Díaz Ordaz. Tan solo un año antes de su muerte, en 1978, se realizó la primera marcha para recordar al movimiento estudiantil y la matanza de Tlatelolco. Desde que dejó la presidencia en 1970 las condenas a su persona crecieron, especialmente a través de las pocas revistas que se atrevían a criticarlo, a él y al sistema político; algo que el gobierno del presidente Luis Echeverría toleraba porque le permitía quitarse de encima cualquier responsabilidad que hubiera tenido mientras era el secretario de Gobernación de Díaz Ordaz.

Mientras tanto, el expresidente decidió que era la historia la que debería juzgar al pasado. Estaba convencido de que había actuado conforme a su deber y que las decisiones que tomó, dramáticas sin duda, habían salvado a México de caer en una profunda inestabilidad o algo peor. Se dedicó entonces a disfrutar la vida. Leyó mucho, viajó con su familia a Estados Unidos y Europa, jugaba golf cuatro o cinco días a la semana, pasaba largas temporadas en Ajijic, Jalisco; abandonó el saco y la corbata y recibía en su casa a los amigos que quisieran visitarlo, entre los cuales se contaban muchos políticos y hasta los cómicos Cantinflas y el Loco Valdés.

Solo había algo relacionado con el pasado que llamaba su atención: desde que dejó la presidencia dijo que tenía que escribir sus memorias. Nece sitaba dejar su versión de todo lo ocurrido durante su mandato y especialmente en 1968. Sin embargo, lo fue postergando hasta que diez años más tarde la cercanía de la muerte lo obligó a sentarse a trabajar.

Díaz Ordaz había sido durante toda su vida un hombre profundamente disciplinado. El abogado que nació en Puebla en 1911, miembro de una familia porfirista venida a menos, salió adelante gracias a su esfuerzo. Eso le permitió convertirse en secretario particular del gobernador Maximino Ávila Camacho y luego fue vicerrector de la Universidad de Puebla y secretario de Gobierno del gobernador Gonzalo Bautista. Fue diputado y senador por su estado en la década de 1940 y luego pasó a la Secretaría de Gobernación, donde tuvo los grandes éxitos que lo convirtieron después en presidente de la República. Fue un colaborador muy cercano de su gran amigo Adolfo López Mateos desde sus años en el Poder Legislativo federal.

Como secretario de Gobernación se distinguió por encargarse de que los problemas en el país no molestaran al presidente de la República. Resolvió con mano dura la huelga de trabajadores de 1958, se encargó de los posibles brotes comunistas en el país y se rumoraba que fue responsable del asesinato del líder agrarista Rubén Jaramillo en 1962. También participó en la reforma electoral que permitió que hubiera más partidos de oposición en la Cámara de Diputados en 1963.

Cuando Gustavo Díaz Ordaz se convirtió en presidente de México en diciembre de 1964, el país estaba llegando a un límite. Cómo señala la historiadora Soledad Loaeza, desde finales de la Segunda Guerra Mundial México se caracterizó por tener una economía en crecimiento y por la concentración del poder en manos del Estado, lo que reducía dramáticamente la capacidad de otros grupos para influir en las decisiones que afectaban al país.

Al mismo tiempo, Díaz Ordaz llegó a gobernar un país que estaba sufriendo serios cambios: el sueño de la patria rural, que se había levantado luego de la tremenda guerra civil de principios del siglo XX, había terminado. México ya no se concebía como un país campesino. Su clase media, concentrada en las principales ciudades, miraba más hacia afuera y surgían nuevos problemas para los que el gobierno de la Revolución no estaba preparado. No era solamente el reparto de dádivas o la construcción de infraestructura; la sociedad y especialmente sus jóvenes, exigían otro tipo de cambios que hicieran de México una sociedad más a la altura de lo que ocurría en otras partes del mundo.

 

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