Por aquellos años (hacia 1953) en que hice mi arribo a la Ciudad de México, ya eran numerosas las voces de la disidencia respecto al predominio de la llamada “Escuela Mexicana”, y seguramente había razón de sobra al juzgar de “limitada” la formación que San Carlos ofrecía, la cual hasta podría calificarse de obsoleta.
Durante el primer curso de Escultura, con don Julio Adeath, sólo nos dedicamos a copiar réplicas en yeso de esculturas griegas, y en los talleres de Pintura, cada vez que llegaba mi turno en su recorrido de revisión de alrededor de sesenta alumnos, el maestro Erasto Cortés Juárez se concretaba a pararse a mis espaldas a observar mi trabajo por unos momentos, y a continuación me daba una palmadita en el hombro al tiempo que decía: “Vas bien, vas bien, síguele”, lo cual, aparte de dejarme en las mismas, me hacía sentir un autodidacta nato.
Sin embargo, en aquella actitud de antaño ahora vislumbro un cierto paralelismo con mi actual idea en cuanto se refiere al respeto a la individualidad que todo artista novel merece; no puedo menos que recordar aquellas palabras que [David Alfaro] Siqueiros alguna vez hilvanó muy certeramente: “el artista nace, pero luego se hace o se deshace”, refiriéndose por supuesto a la notoria fragilidad de la esencia de un artista.
En consecuencia, ahora pienso que un maestro debe limitarse a informar en vez de “enseñar” cómo deben ser las cosas; a sólo dar la orientación justa que cada quien requiera para tentalear como invidente su propia senda, tal como fluyen las corrientes de agua al formar un cauce: ni más profundo ni menos ancho de lo que su caudal precise; pero ante todo ha de ser muy cauto y responsable al ejercer su función. Bien sabemos que cualquier universidad puede dar un título, pero de seguro ningún plantel, por eficaz que parezca, podrá “hacer” nunca a un artista.
Una anécdota que en esto viene al caso, se refiere al insigne maestro don Antonio Pompa y Pompa; a saber: cuando en atención a sus sobrados méritos, la SEP [Secretaría de Educación Pública] le ofreciera un título, lo aceptó gustoso, pero a condición, dijo, de que fuese de poeta, “para ser el único poeta titulado”, aclaró luego. También son de recordar aquellas palabras que la honestidad de mi querido amigo Rodolfo Morales le dictara a manera de disculpa: “es que yo nunca aprendí a pintar”, a lo cual repliqué: “pues corriste con suerte”.
Además, siempre hay enseñanzas colaterales. Al maestro don Ignacio Asúnsolo le escuché decir al tiempo que colocaba un nuevo cigarrillo en su elegante boquilla dorada: “Mire, paisano, en este mundo todos jugamos a algo: los médicos a que curan, los militares a que hacen la guerra, los políticos a que salvan al país, y en realidad ni hacen nada; pero nosotros, los artistas, somos los únicos que en nuestro juego no le hacemos daño a nadie, porque sólo jugamos a que hacemos belleza”.
Para conocer más de esta historia, adquiere nuestro número 198 de abril de 2025, impreso o digital, disponible en la tienda virtual, donde también puedes suscribirte.