El último e infortunado día del general Rodolfo Fierro

Ricardo Lugo Viñas

 

1915. Octubre. Como un rebaño desvaído, los desmoralizados regimientos de caballería de la otrora colosal División del Norte marchan desde Chihuahua hacia Sonora, entre los desiertos y cumbres de la Sierra Madre Occidental. El día 13, la ensombrecida soldadera toca el poblado de Nuevo Casas Grandes, Chihuahua. A la vanguardia de la columna va pastoreando el rebaño el general Rodolfo Fierro, amigo leal de Pancho Villa y acaso –junto con Manuel Baca Valle– el más sanguinario de sus lugartenientes.

A las afueras del poblado, la comitiva se topa con algo que les impide seguir de frente: una extensa laguna de aguas mansas construida artificialmente por los primeros mormones que emigraron a Chihuahua a finales del siglo XIX. Habrá que dar un largo rodeo hasta retomar el rumbo. Pero entonces sucede lo insospechado. Recordando al escritor austriaco Stefan Zweig: el destino impulsa a los poderosos y a los violentos.

El arriscado general Fierro, de sempiterno aliento cargado de alcohol (cosa que Villa sólo a él le toleraba), ojos inyectados de sangre, pelo hirsuto, “boca de perro de presa y manos poderosas” azuza en voz alta a sus hombres, señalando la laguna: “Este es el camino para los hombres que sean hombres y que traigan caballos que sean caballos”, se dice que dijo.

Tras pronunciar tan engalladas palabras suicidas, el general aplicó los talones con fuerza a las costillas de su caballo de anca corta –cargado de oro, de mucho oro– y comenzó a adentrarse, tenaz y enérgico, en las apacibles y turbias aguas de aquella laguna. El caballo picaba sus herraduras con cautela en el suelo esponjoso, enfangado, al tiempo que resoplaba descontento. Vacilantes y reacios, algunos soldados leales a Fierro intentaban seguirle los pasos.

“Mi general, está el terreno muy pesado para los caballos, mejor es que nos devuélvanos y denos la vuelta por la orillita”, rezongó un avispado subalterno. “¡Qué devuélvanos ni qué el demonio! El que tenga miedo, que se raje y dé media vuelta…”, contestó el villista que se hombreaba con la muerte y cuya violencia y crueldad sirvió más tarde a Martín Luis Guzmán para pergeñar el relato “La fiesta de las balas” para su libro El águila y la serpiente.

Fierro volvió a la carga. Espoleó su caballo, y este avanzó hasta que el agua le llegó a la altura del vientre. No pudo seguir más: las patas se le atoraron en el cieno. “¡Echen una reata, imbéciles! Una reata…”. Quién sabe por qué, pero todas las reatas quedaron cortas y, aunque el general se esforzó por alcanzarlas, todo fue en vano. En minutos el caballo desapareció y la cabeza de Fierro quedó a ras de agua. Luego se hundió y la laguna retornó a su quietud de plata líquida.

Quizá casi nadie se consternó demasiado por la muerte del brutal Fierro. Acaso se lamentaron por el caballo. ¡Y por el oro! Pero Villa, afligido, días después envió a una brigada para rescatar del fondo de la laguna el cuerpo de su despiadado amigo. A regañadientes, el japonés Kingo Nonaka –enfermero de confianza de Villa y Francisco I. Madero, y experimentado buzo– resolvió la afanosa tarea. “El cuerpo estaba boca arriba, con los ojos bien abiertos, reflejando en ellos la desesperación de no poder salir”, escribiría Kingo en sus memorias.

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