Díaz Ordaz estaba convencido de que los enemigos internos y externos querían destruir el país y no quedaba otra alternativa que salvarlo a cualquier costo. Era una paranoia desarrollada en la Guerra Fría contra el comunismo, aunque muchos partidos bajo esa sigla buscaran solamente mejoras salariales, seguridad social y educación igualitaria.
Con una economía fuerte pero que poco a poco perdía su vigor, en un mundo atemorizado por la Guerra Fría y una sociedad cambiante, el gobierno de Gustavo Díaz Ordaz se encontró con un panorama complejo. Fue un sexenio ríspido, de muchos enfrentamientos y que al final dejó una enorme insatisfacción.
México no podía aislarse del mundo. El exterior también estaba sufriendo serios cambios. Luego del final de la Segunda Guerra Mundial, el planeta estaba dividido en dos enormes bloques y un pequeño grupo de países que intentaban mantener una cierta distancia de las dos grandes potencias. Estados Unidos al fin había logrado convertirse en la potencia más importante de Occidente. El triunfo sobre Alemania y Japón en 1945 le permitió imponerse sobre Europa, convirtió al dólar en la moneda más importante y creó las instituciones que definieron al siglo XX: la Organización de las Naciones Unidas, el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial.
La Unión Soviética, con más de veinte millones de muertos durante la guerra, logró reconstruirse bajo la dictadura de José Stalin. Manteniendo la mano dura que lo caracterizó desde que llegó al poder, Stalin pudo someter a su enorme país y enfocarse en el desarrollo de la agricultura y la industria. Al mismo tiempo extendió su influencia hacia los países de Europa Oriental con la intención de crear una gran muralla que alejara a los ejércitos occidentales.
Para Estados Unidos, la contención era la única alternativa ante la amenaza que representaba la Unión Soviética. Había que rodear a ese enorme país de Estados que fueran aliados de Occidente y era imprescindible evitar que otras naciones se volvieran comunistas. Cuando a finales de la década de los cuarenta la URSS tuvo su primera bomba atómica, el conflicto llegó a un nivel nunca antes visto en la historia: la amenaza de la extinción de la especie humana por una guerra atómica se había convertido en realidad.
Ante la imposibilidad de un conflicto militar directo entre Estados Unidos y la Unión Soviética, ambas potencias se fortalecieron en sus regiones de influencia y presionaron a su rival en otros ámbitos: la política, la economía y especialmente la propaganda. Surgió entonces la Guerra Fría, un conflicto que involucró a todo el mundo y que tuvo serios enfrentamientos en lugares muy lejanos entre sí como Berlín, Corea, Iraq, Vietnam y Cuba.
El planeta vivía con el miedo ante la posibilidad de una guerra nuclear, lo que en muchos países llevó también al surgimiento de una fuerte paranoia anticomunista. Surgida del miedo de muchas sociedades y también alentada por muchos gobiernos, el rechazo al comunismo también servía para eliminar movimientos sociales que reclamaran otras cosas, como mejoras salariales, seguridad social, mejor educación y oportunidades para todos. Para muchos países occidentales el comunismo era el chivo expiatorio perfecto: a este se le podía culpar cuando las cosas iban mal.
El planeta además estaba viviendo otro enorme cambio; a pesar de los temores dejados por la posguerra, el mundo comenzó a vivir un inusitado auge económico. Estados Unidos y la Unión Soviética invirtieron miles de millones de dólares para reconstruir las industrias de Europa y de esa manera crear empleos y fortalecer su influencia en esos países. Esta política comenzó a aplicarse en otras partes del mundo: los gobiernos se encargaron de intervenir en sus economías, invirtieron en ciencia, infraestructura, tecnología y controlaron las importaciones para enfocarse en la producción nacional.
Al mismo tiempo, se enfocaron en crear empleos; ya fuera apoyando a la iniciativa privada o a través de las burocracias. Para eso también era necesario invertir en salud y educación para sus sociedades. Esto provocó que las generaciones nacidas a partir de la década de los cuarenta contaran con servicios que no habían disfrutado sus padres: hospitales y escuelas públicas, una mejor alimentación (porque además la tecnología permitió producir más comida) y la posibilidad de ingresar a las universidades para luego conseguir un trabajo en el gobierno en el que tendrían diversas prestaciones o que pudieran comenzar sus propios negocios.
A las inversiones y políticas gubernamentales hay que sumarle el desarrollo de la ciencia y la tecnología. Muchos de los inventos usados como armas durante la Segunda Guerra Mundial luego se aplicaron en los hogares, lo que provocó que la vida cambiara. El desarrollo de la televisión hizo que la gente comenzará a ver diariamente lo que ocurría en otras partes del mundo, que escucharan otra música y tuvieran acceso a nuevas ideas. La radio y el cine también colaboraron en ese proceso. Las generaciones posteriores a la Segunda Guerra Mundial tuvieron acceso a las series de televisión, a un nuevo cine (muchas veces influido por el anticomunismo) y especialmente a la música rock.
Las mejoras en las condiciones de vida permitieron que en todo el mundo nacieran más niños a partir de la década de los cuarenta. Eso creó una generación que desde sus orígenes estuvo cobijada por el Estado benefactor. Sin embargo, conforme creció, esa generación se volvió muy crítica de su entorno. No les gustaba la música ni las costumbres de sus padres: querían hacer su propio mundo con sus propias reglas. A partir de la segunda mitad del siglo XX los jóvenes se convirtieron en los personajes de la historia. La madurez era vista con desconfianza y rechazo: ahora todo tenía que ser nuevo y para lograrlo era necesario destruir lo anterior.
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