El huracán que destruyó Veracruz en septiembre de 1552

Héctor Strobel

El desastre ocurrió por el desdén al riesgo natural y a los saberes indígenas, por lo que no se pudo enfrentar un huracán de esta proporción en el lugar donde se fundó la ciudad. Todo se perdió en San Juan de Ulúa; apenas quedó huella de que había sido un puerto. Veracruz acabó en un estado tan deplorable que se volvió inhabitable por largo tiempo.

 

Un puerto al borde del desastre

De 1525 a 1599 el puerto de Veracruz estuvo instalado tierra adentro a orillas del río La Antigua, veinticinco kilómetros al noroeste de su sitio actual, por las facilidades fluviales para transportar mercancías. Los barcos anclaban en la isla de San Juan de Ulúa para protegerse de las tormentas y los comerciantes usaban balsas para trasladar sus productos por el río. Este sistema agilizaba el comercio, pero era riesgoso para la ciudad por los desbordamientos en temporada de tormentas.

La población prehispánica había fundado sus asentamientos en las elevaciones, pero los españoles desatendieron este conocimiento para privilegiar el tránsito rápido. Veracruz era habitada a mediados del siglo XVI por doscientos españoles y seiscientos africanos libres y esclavos dedicados a labores portuarias; tenía una Casa de Contratación o aduana, una parroquia y un hospital, y se regía por un ayuntamiento y un alcalde mayor.

En Europa no se conocía ningún fenómeno parecido a un huracán; los españoles empezaron a conocerlos en las Antillas en la década de 1490, así que adaptaron sus asentamientos caribeños a ellos. Sin embargo, en el litoral veracruzano los huracanes no suelen experimentarse de manera tan extrema porque pierden hasta dos categorías en las cálidas aguas del golfo de México, así que las estrategias adaptativas de los españoles en esta costa giraron en torno a protegerse de tormentas menores.

El puerto fluvial de Veracruz fue erigido con edificios de piedra y madera sobre terraplenes para resistir inundaciones y vientos, pero no para episodios naturales de rango extraordinario; la mayor parte de las viviendas, habitadas por personas de escasos recursos, era de adobe. En San Juan de Ulúa había sido suficiente un muro sencillo de piedra con argollas para atar los barcos y edificios de piedra o madera para resistir las tempestades.

El gran huracán

El 1 de septiembre de 1552 una lluvia anticipó el huracán. Al día siguiente la mar embraveció y San Juan de Ulúa se inundó 2.5 metros; las casas de madera colapsaron y sus moradores, en su mayoría africanos, se ahogaron. Solo dos edificios de piedra resistieron: a uno lograron llegar a nado cerca de cincuenta españoles y al otro los esclavos sobrevivientes y los marineros, que dejaron amarradas sus naves. No pensaron que se salvarían y rezaron por sus vidas. Entretanto, en Veracruz, el viento soplaba en todas las direcciones, derribando casas, techos y árboles. Un vecino, Francisco de Rosales, afirmó que parecía que los vientos “peleaban unos con otros” y el médico Francisco de Torre comparó su sonido con el de voces de “ángeles malos”, así que oró toda la noche.

Al amanecer del 3 de septiembre el mar enardeció tanto que una de las casas de piedra de San Juan de Ulúa perdió una pared y sus ocupantes huyeron al techo. El oleaje echó abajo parte del muro de argollas de la isla y rompió las amarras de cinco navíos, haciéndolos pedazos. Uno de estos barcos, propiedad del comerciante Juan Pérez Larrauri y cargado de mercancías para ir a España, pesaba doscientos toneles y había sido sujetado con siete u ocho amarras y varias anclas de una tonelada.

Otra embarcación, proveniente de Yucatán y cargada de vino y otros productos, se estrelló contra el mesón de madera de la isla, que hasta entonces había resistido, matando a nueve españoles y a algunos africanos; solo se salvó una persona que se ató a una viga y, tras dos horas de resistir las olas, se liberó y llegó a nado a una de las casas de piedra. Tres barcos más colapsaron en la playa, uno cargado de cacao, y únicamente cinco (¿o seis?, los testimonios se contradicen) permanecieron amarrados, pero sufrieron graves daños y perdieron sus mástiles. La costa que da frente a San Juan de Ulúa, donde hoy se halla Veracruz, quedó inundada a trescientos pasos, destruyendo viviendas y dos de los cuatro almacenes que existían.

La ciudad de Veracruz también sufrió estragos enormes el 3 de septiembre. El fuerte viento no había dejado de soplar y, al amanecer, el huracán impidió que los vecinos salieran de sus casas. A las diez de la mañana el río se desbordó, así que el alcalde mayor, García de Escalante Alvarado, y los miembros del ayuntamiento alentaron a los habitantes a huir a tierras altas. Sin embargo, gran parte de los veracruzanos se negó a salir de su hogar y pagó caro las consecuencias, ya que en poco tiempo el nivel del agua creció tanto que fue difícil escapar. Estas personas eran mayormente de escasos recursos y estaban acostumbradas a los constantes desbordamientos que no habían causado daños graves.

A las tres de la tarde Veracruz estaba completamente inundada, así que García de Escalante Alvarado y compañía, a caballo, se dedicaron a ayudar a los vecinos a evacuar. En la parte alta de la ciudad el agua alcanzaba la altura de un hombre promedio y en la baja la de dos; las calles se transformaron en ríos caudalosos que derrumbaban casas. Todas las viviendas de adobe y madera colapsaron, e incluso algunos edificios de piedra y las bodegas de los comerciantes, cuyas mercancías fueron arrastradas al mar.

A las cuatro de la tarde el río creció tanto que los caballos del alcalde y su comitiva cruzaban Veracruz a nado y una enorme cantidad de vecinos, en vano, apenas decidía huir. Por toda la ciudad se ahogaban personas y se escuchaban gritos de ayuda y misericordia a Dios en los techos de las casas, que no dejaban de deshacerse. Al anochecer, García de Escalante y su comitiva se refugiaron en los cerros, pero el alcalde ordinario Martín Díaz permaneció rescatando gente en una lancha conducida por veracruzanos. El vecino Juan Romeo también navegó toda la noche con dos esclavos en su canoa para rescatar gente. En varias ocasiones ambos botes se volcaron, cayendo al río cofres con dinero y alhajas; el hijo del contador Juan López y su esposa perdieron así toda su fortuna. Hubo gente que se quedó sin nada, ni siquiera con la ropa que llevaban para salvarse a nado.

Los testigos del huracán aseguraron que jamás habían experimentado algo parecido e interpretaron el fenómeno de diferentes modos: hubo quienes creyeron que se salvaron porque el agua no alcanzó a tocar el Santísimo Sacramento de la iglesia. En cambio, el párroco Bartolomé Romeo aseguró que Dios envió al huracán para que los veracruzanos se despojaran de sus bienes e hicieran penitencia.

Para el 4 de septiembre el huracán ya había pasado, pero San Juan de Ulúa y la costa adyacente permanecieron inundadas hasta el día siguiente. Veracruz estaba “toda hecha un mar” y, aunque el nivel del río comenzaba a bajar, la corriente continuaba más fuerte por la potencia del caudal superior. La viveza del río, superior a la del mar, arrastraba  árboles de tierra adentro y deshizo un islote y dos cerros de cincuenta metros en la desembocadura.

 

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Historias de huracanes