Desde hace veinticinco años, muchos ciudadanos de casi todo el país expresan su enfado cuando tienen que adelantar sus relojes una hora cada primer domingo de abril, pues les arrebata minutos valiosos de su preciado sueño.
Algunos más dicen experimentar trastornos asociados al sueño y a su reloj biológico en general, además de cambios de humor. Sin embargo, esto se revierte el último fin de semana de octubre, cuando atrasamos el reloj una hora. Hablamos del horario de verano, aplicado en cerca de setenta países actualmente.
Instaurado en casi todo México (excepto los municipios de la franja fronteriza con Estados Unidos y los estados de Quintana Roo y Sonora, esta medida aplicada en el periodo de mayor insolación del año propiciaría, según el decreto emitido el 4 de enero de 1996, “una importante disminución en la demanda de energía eléctrica” y reduciría el consumo de los combustibles que la generaban, disminuyendo la emisión de contaminantes. Añadía, entre otras cosas, que la sociedad llevaría a cabo un mayor número de actividades a la luz del día, lo que redundaría en más seguridad en el espacio público. Eso sí: diversos organismos especializados del propio gobierno y la experiencia en otros países lo avalaban.
Pero la idea de aprovechar la luz natural desde los primeros instantes es centenaria y ha dado de qué hablar en distintas coyunturas de la historia del mundo. Para muestra, aquellas letras que Benjamin Franklin envió al Journal de Paris en abril de 1784. Bajo el título “Un proyecto económico”, el bostoniano disertaba sobre la utilidad social y el beneficio económico de la iluminación del día, en oposición al exorbitante gasto en lámparas y velas que los parisinos tenían que hacer en las noches, sobre todo si acostumbraban a despertarse después del mediodía, por lo que su jornada se extendía más allá de las 00:00 horas.
Por supuesto que Franklin sacó las cuentas: “En los seis meses comprendidos entre el 20 de marzo y el 20 de septiembre” hay: 183 noches; y las horas de cada noche en que “quemamos velas” son siete. “La multiplicación que da por el número total de horas [es de] 1,281”, las cuales, multiplicadas por 100,000, “que es el número de habitantes, dan 128,100,000. […] Ciento veintiocho millones y cien mil horas, gastadas en París a la luz de las velas, que, a media libra de cera y sebo por hora, da el peso de 64,050,000 […] ¡Una suma inmensa!”.
Proponía, entre sus cuatro medidas, que “todas las mañanas, en cuanto salga el sol, hagan sonar todas las campanas de cada iglesia; y si eso no es suficiente, que se disparen cañones en todas las calles, para despertar eficazmente a los holgazanes y hacer que abran los ojos para ver su verdadero interés”. Si ironizaba o no, sus propuestas atendían un problema que desde entonces –y quizá desde antes– provoca acaloradas discusiones y no pocos corajes: ¿es de verdad efectivo tal aprovechamiento de la luz del día?
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El horario de verano, una historia centenaria