Su hija Josefa acompañó a don Melchor tanto en sus logros políticos como en los días más aciagos de la era santannista, la Revolución de Ayutla y la Guerra de Reforma. Su amor era tal que ambos sufrían una gran angustia cada vez que se separaban. Al final, Josefa guardó celosamente el corazón de su padre.
Melchor Ocampo veía a la familia como el principio del entendimiento y el respeto individual; sin embargo, en un inicio mantuvo a la suya escondida y su mayor felicidad comenzó siendo un secreto.
Se ha sabido de algunas relaciones amorosas que Ocampo tuvo a lo largo de su vida, pero hay más que decir. No hablemos del donjuán, del abogado, del científico ni del político liberal. Existe un Melchor Ocampo padre, una historia de fraternidad muy arraigada que era el hilo conductor de su vida.
En 1839, cuando Ana María Escobar, nana, figura maternal y amante de Ocampo, le dio la noticia de estar esperando un hijo suyo, se avecinaba un escándalo. Para evitarlo, él emprendió un viaje a Europa y ella se fue a Morelia. Nació una niña que inmediatamente fue mandada a un internado declarada como expósita y ahí comenzaron los primeros años de la vida de Josefa, llamada así en honor a la única persona que acompañó a Ana María, su criada Josefa Rulfo.
Ocampo hacía visitas esporádicas a su hija, pero hubo un encuentro decisivo, un momento en el que decidió no dejarla jamás y su vida tomó color. Josefa tenía alrededor de diez años, “representaba el talento, la comprensión, la audacia, la amistad y el cariño”, y con estos sentimientos Ocampo “vio la prolongación de su vida, la supervivencia de su espíritu, la afinidad de su pensamiento. Padre e hija fueron a partir del día del encuentro una misma cosa”, explica José C. Valadés, biógrafo de Ocampo.
Don Melchor procreó otras tres hijas con las que mantenía una buena relación: Petra, Julia y Lucila –de quien no se sabe la identidad de la madre–; pero la conexión que tenía con Josefa era especial, ya que con ninguna de las otras podía hablar de política, ideologías, libros y autores como con ella.
Figura clave de la Reforma, don Melchor se mantuvo cerca de Josefa no solo cuando ejerció cargos políticos, sino también en situaciones no tan satisfactorias. Cuando fue desterrado por Santa Anna, Ocampo partió a Tulancingo y, para no preocupar a sus hijas, inventó que tenía que salir a un viaje de negocios. ¿Cómo se le ocurrió semejante idea? Había preferido mentir y casi sufrir otra separación que decir la verdad sobre su destierro. Sin embargo, a pocos días de su exilio a Estados Unidos se dio cuenta que sólo era necesario escribir unas cuantas líneas para tener a su lado a Josefa. Así, en enero de 1854 desembarcaron en Nueva Orleans.
Es clara la manera en que don Melchor sufría cuando estaba separado de Josefa. En 1856 sobrellevó una nueva angustia cuando supo la noticia de que su hija se casaría con José María Mata. No dudaba del buen juicio de su primogénita, pues ella nunca callaba ni las virtudes ni los defectos de ninguna persona; además, Mata era un hombre de rectas costumbres y buenos principios. Entonces, si no era el novio ni el matrimonio, ¿qué le afligía a Ocampo? Nuevamente era la idea de un distanciamiento, el miedo de perder a la mujer con quien compartía cada momento de su vida.
El 19 de septiembre de 1856, en su hacienda de Pomoca, Michoacán, se celebró el matrimonio. Fue un minuto desgarrador en el que Ocampo entregó a su hija. Nadie lo había visto llorar nunca y en ese momento no podía desprenderse de ella ni de sus lágrimas.
Al año siguiente, Josefa dio a luz a una niña: Josefina. Por otro lado, comenzaba la Guerra de Reforma (1858) y las noticias que padre e hija se tenían eran solo a través de cartas. Los siguientes años fueron de pérdidas para Josefa: primero su nana Ana María Escobar (aún no sabía que ella era su verdadera madre), y después su segunda hija, Mariana. Mediante cartas, le transmitió a su padre la depresión que sufría en esos momentos.
Por último, sobrevino el momento más doloroso en la vida de Josefa: el asesinato de su padre en junio de 1861. Entonces le escribió un poema titulado “Horas de tristeza”, en el que cuenta su infancia alejada de una figura paternal, la manera en que cambió su vida al conocerlo y el sufrimiento en el que se encontraba. “Una parte de mi ser estará en la tumba, y tu muerte me relacionará con la eternidad y con el dolor”.
Josefa tuvo en su poder el corazón de su padre durante veintitrés años. Sin embargo, éste pertenecía –según los deseos póstumos del mismo Ocampo– al Colegio de San Nicolás, a donde debía ser llevado. La historia más difundida dice que Josefa entregó el corazón en 1884, en un baúl bordado por ella misma. Una versión menos conocida explica que murió al terminar el baúl y fue Josefina Mata, junto con su padre, quienes entregaron el corazón al alma mater de don Melchor. Actualmente el corazón puede ser visitado en la sala Melchor Ocampo, en el Colegio Primitivo de San Nicolás (hoy Preparatoria núm.1), en Morelia, Michoacán.
El artículo "El gran amor de Melchor Ocampo" de la autora Natalia Arroyo Tafolla se publicó en Relatos e Historias en México número 46. Cómprala aquí.