1524. Hernán Cortés es el todopoderoso capitán general, adelantado y justicia mayor de Nueva España. Está en el cenit de su fama y de su carrera. Es rico y ha cumplido buena parte de sus sueños. Ha tomado para sí y para los suyos la más grande ciudad mesoamericana: Tenochtitlan. Tiene ambiciosos planes. La prosperidad y cierta tranquilidad aparecen en su vida.
Pero nada es para siempre. A mediados de aquel año, hasta sus oídos llegó una funesta noticia que cambiaría el rumbo de los acontecimientos: su antiguo amigo de mil batallas y capitán de confianza, Cristóbal de Olid, a quien Cortés había enviado al mando de una poderosa expedición marítima de conquista hacia las Hibueras, se sublevó contra él.
La noticia provocó la ira y el descontrol de Cortés. De modo que, intempestiva y arrebatadamente, el 12 de octubre de ese año, el conquistador partió de la Ciudad de México rumbo a las Hibueras para enfrentar y castigar personalmente a Olid, a quien para entonces ya habían asesinado.
Se trataba de una empresa suicida y sin sentido. Así lo debieron considerar también las cerca de tres mil almas que lo acompañaron, entre ellas parte de la nobleza mexica, incluyendo a Cuauhtémoc y Tetlepanquetzal (ambos asesinados en ese viaje por órdenes de Cortés), así como a Malintzin, dos franciscanos, dos oficiales reales y miles de indígenas, tamemes, músicos, médicos, cirujanos, juglares, cocineros, jinetes, ballesteros… Cortés cargó hasta con la cama.
En un primer momento, la excursión inició alegremente. Era un colorido y pomposo desfile jamás antes visto, pero pronto se tornó en una pesadilla. Cortés emprendió un camino no practicado por
los indios: atravesar la poderosa selva (abriéndose camino a golpe de espada) que crece entre los actuales estados de Tabasco, Campeche y Chiapas, y la frontera con Guatemala. Miles murieron de hambre. Sólo un triste rebaño de unas cien personas regresaría a la antigua Tenochtitlan en abril de 1526.
Entre las desgracias de aquel peregrinaje existe una pintoresca anécdota. Una vez que Cortés y sus reducidas huestes lograron vencer la espesa selva, arribaron al corazón del Petén, en los valles mayas del norte de Guatemala. En Tayasal –actual Isla de Flores– los recibió un cacique maya de nombre Canek. Les brindó comida y los hospedó. Cortés refiere que cerca de ahí, en unos llanos, “alanceamos a caballo a unos diez u ocho” venados que se dejaban atrapar con mucha facilidad, pues los indios los veneraban y no los cazaban.
Durante esa cacería, dos caballos se lesionaron. Al parecer se les enterró una astilla en la pezuña. Uno murió de inmediato, pero el otro, de color morcillo, Cortés se lo encargó al poderoso cacique Canek, quien prometió cuidar de él y entregárselo a su regreso.
Los mayas cuidaron con toda solicitud del caballo, pero al final murió. Entonces Canek ordenó que se hiciera una réplica del animal, en madera (algunos dicen que en barro) y en tamaño natural, que se trasladara al templo y se le venerara al lado de sus dioses.
Para conocer más de esta historia, adquiere nuestro número 193 de octubre de 2024, impreso o digital, disponible en la tienda virtual, donde también puedes suscribirte.