El lanzamiento de las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki el 6 y 9 de agosto de 1945, respectivamente, fue el preludio del fin de la Segunda Guerra Mundial y el anuncio de que podía ser posible que una devastación nuclear acabara con la humanidad.
A mediados de 1945, hacia el final de la Segunda Guerra Mundial, la Alemania nazi había sido derrotada y el limitado imperio japonés se encontraba en una contienda de posiciones destinada a fracasar. Entonces, sobre la ciudad de Hiroshima, el bombardero estadounidense Enola Gay –un Boeing B-29 Superfortress comandado por el coronel Paul Tibbets– lanzó un artefacto de apenas 64 kilogramos nombrado Little Boy.
Ningún habitante sospechaba que esa pequeña pieza transformaría en cuestión de minutos una próspera ciudad en la representación sobre la Tierra de cualquier infierno imaginado por la especie humana. Tampoco que iniciaría una nueva etapa en los alcances de la guerra a nivel mundial, los cuales fueron tan temidos durante la “era fría” que implicó la confrontación de Estados Unidos con el régimen comunista soviético y son latentes hasta nuestros días con la evolución armamentística de varios países. Aunque hay que destacar que América Latina y el Caribe se mantiene como una región libre de armas nucleares desde el Tratado de Tlatelolco que entró en vigor en 1969.
El inesperado bombardeo y su desgarrador resultado acaparó la primera plana de todos los diarios alrededor del mundo. En México, los titulares registraban el uso de “la más terrible de las armas, una bomba capaz de destruir el mundo y hacer volar el planeta entero”. Los medios hablaban del secreto absoluto en torno al invento bélico, la firme postura del presidente estadounidense Harry S. Truman y el silencio casi sepulcral japonés, mientras los cables de una ciudad a otra confirmaban el ataque, pero no sus dimensiones, y algunos corresponsales hacían eco de declaraciones como: “o se rinde Japón, o le llueven las nuevas y terribles bombas”. En el caso más optimista, se mencionaba a la bomba nuclear como “un arma por la paz que impedirá guerras”.
Tres días después, otra bomba, esta llamada Fat Man, caería sobre Nagasaki. La prensa, la sociedad y el mundo entero se encontraban en total incertidumbre, con la necesidad de explicar algo que muy pocos ojos observaron. Las guerras nunca más volverían a ser las mismas. Era algo sin precedentes. Algo que marcaría a la humanidad y lo que era capaz de hacer. Desde entonces, el infierno tendría forma de un hongo humeante.