La de Alejandría, creada por orden de Alejandro Magno en el siglo IV antes de nuestra era, sería la materialización del sueño de tener una biblioteca universal que almacenara las más y mejores obras generadas por el ingenio de las sociedades, con las que además miraban hacia la posteridad. Sería tal vez inmortal. Quizá también una que en definitiva aclarara “los misterios básicos de la humanidad”, “en todos los idiomas”, como escribió en 1941 Jorge Luis Borges, a propósito de su biblioteca de Babel, protagonista de su cuento homónimo. Pero la de Alejandría, que según se estima alcanzó centenas de miles de rollos en sus mejores épocas, no ha sido el único esfuerzo que ha cristalizado esa ambición de acumular el mayor conocimiento generado en el mundo, pues incluso en el entorno virtual de este tiempo, con Wikipedia –con mucha mejor suerte en cuanto a número de visitantes se refiere–, esto se mantiene vigente.
En México, la idea de un aposento que albergara el conocimiento de las sociedades tuvo un particular desarrollo desde tiempos mesoamericanos con los amoxcalli, que eran los lugares donde se guardaban los códices elaborados por los tlacuilos, hombres y mujeres que escribían pintando y que no solo tenían la destreza que demandaba la tarea, sino que estaban instruidos en determinados asuntos que finalmente eran su especialidad. Y al igual que en las bibliotecas actuales y probablemente en las antiguas, en estos recintos se almacenaban y ordenaban estos materiales anónimos (los tlacuilos no los firmaban) según su temática: economía, política, religión y más. Eran manejados por la clase dirigente, que administraba su control y conservación; pero no solo ellos podían leerlos, pues otros sectores sociales, como los burócratas o alumnos, e igualmente uno que otro poblador que conocía bien los signos, podían hacerlo.
Para cuando comenzaron los días de la colonia a partir de la década de 1520, llegaron los libros y con ellos las bibliotecas, con una fisonomía mucho más cercana a lo que conocemos hoy día. Como suele ocurrir con las invasiones y conquistas, parte de los acervos de los amoxcalli cruzaron los mares para engrosar las arcas de los reinos europeos dominantes y también su cultura. En otros casos fueron objeto de aniquilación, en aras de imponer las tendencias políticas, artísticas y culturales de las civilizaciones invasoras. Pero el camino estaba trazado y las bibliotecas novohispanas, aunque pocas, comenzaron a cincelar a partir de 1534, cuando se funda la biblioteca de la catedral metropolitana de la Ciudad de México, una tradición que si bien daba un giro temático trascendental con la incorporación de un nuevo universo temático, mantenía el espíritu de aquellas añejas civilizaciones: acumular conocimiento en un espacio, buscando perpetuarlo.
La Palafoxiana en Puebla, la primera biblioteca pública de América, fundada en 1646; la de la Real y Pontificia Universidad de México, inaugurada en la capital novohispana hacia 1653; las variadas bibliotecas jesuitas, consideradas las más ricas de la época colonial; o las colecciones individuales de algunos reconocidos aristócratas, religiosos o estudiosos –como el polímata jesuita Carlos de Sigüenza y Góngora, o el ilustre zamorano Benito Díaz de Gamarra–, son apenas una muestra de la diversidad de intenciones y públicos que, sin embargo, siguieron siendo poco numerosos. Tal rasgo de selectividad en este periodo está ligado también a aquella característica histórica y universal de que el uso y apropiamiento del conocimiento impreso está ligado a las élites cercanas al poder y a las instituciones universitarias, aunado al gran sector de la población analfabeta que desde entonces y hasta entrado el siglo XX prevaleció.
Tras el término del periodo colonial y pasadas algunas décadas de que México comenzó su vida independiente, los esfuerzos por contar con bibliotecas que concentraran la mayor obra bibliográfica y hemerográfica posible continuaron. Incluso, “los liberales concibieron la biblioteca como instrumento de cultura y de progreso y proyectaron la fundación de la Biblioteca Nacional y de bibliotecas públicas en los estados, ‘para satisfacer una necesidad emotiva y romántica de contar con bibliotecas como símbolo de modernidad y de adelanto, independientemente de su utilidad pragmática’”, como escribe Rosa María Fernández de Zamora en su artículo “La historia de las bibliotecas en México, un tema olvidado”.
De igual forma continuaron las bibliotecas personales que, con sus exclusivas u ostentosas colecciones instaladas en soberbios inmuebles, llegaron a tener más atributos de museos que de bibliotecas. Pero con el término de la Revolución y los aires de modernización y progreso que permearon a la clase gobernante nacional, las bibliotecas tomaron una nueva forma y renovaron intenciones, pero esa historia se la contaremos en el próximo número.
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De las magnas bibliotecas a Wikipedia