“Ellas corren muy veloz, igual que el ferrocarril”
Panaderos transportando sobre sus cabezas canastas con piezas dulces; carteros uniformados y presurosos para atender el mayor número de buzones en el día; afiladores de cuchillos, picahielos y machetes sacando chispas de su piedra de esmeril al son de una rápida pedaleada; voceadores equilibrando pilas de periódicos que dejan en el puesto de revistas de cada esquina antes de asomarse el alba; cobradores dando alcance a deudores; niños y niñas jugando carreteritas en calles y parques o saltando sobre rampas de madera inclinadas con piedras amontonadas; deportistas de alto rendimiento escalando por las carreteras que parten los cerros y montañas nacionales; estudiantes con alguna pareja o amigo montado sobre sus “diablos” y yendo joviales a casa después de una jornada; jóvenes amas de casa desplazándose afanosas para realizar sus tareas… Todas estas son escenas en que las bicicletas y los mexicanos han unido sus destinos a lo largo y ancho del país por más de siglo y medio. Y no podemos dejar de mencionar aquella en que el vehículo servía para “huir de los charlistas que robaban el tiempo a lengua armada”, como escribió el cronista porfiriano Ángel de Campo, Micrós.
Se ha dicho que este vehículo de dos ruedas tan querido por muchos y castigado por otros llegó a México durante el Porfiriato, aunque desde décadas atrás se dejó constancia de que las “sacudehuesos”, como eran conocidas las primeras bicis, ya circulaban de vez en vez, haciendo del terror una constante tanto para quienes las montaban como para los que se detenían a su paso, pues no contaban con frenos ni un volante que pudiera girar.
Ya hacia la década de 1880 llegaron los velocípedos (los de la ruedota delantera sobre la cual estaba el asiento para el conductor), que fueron del uso de no pocos “lagartijos” de pantalón corto y de catrines ajuareados que coquetones buscaban la mirada apantallada de alguna chica, y que justo por ello no faltaba quien distraído terminara en el suelo.
Pero en la última década del siglo XIX, todo cambió para siempre: las bicis eran ahora de dos ruedas simétricas hinchadas con aire, cadena, pedales y un volante que giraba poco más de 180 grados. Pronto dejarían de ser el artefacto encantador y preciado de los pudientes, pues sus costos comenzaron a ser más accesibles y su consumo creciente, a la par que subía su popularidad.
Las bicis eran entonces del gusto y para el servicio de la mayoría de la gente, ¡lo cual perdura hasta hoy! Sin importar los bemoles de su comercialización, las farragosas vías urbanas –que se complicaban y complican al son del caos vehicular– o los agrestes caminos rurales y senderos empedrados, estos compañeros bípedos se han adaptado con creces a los cambios propios del desarrollo y la explosión demográfica de México.
Tras su consolidación en el Porfiriato, arraigaron rápidamente y en sus inicios nada describía mejor el sentimiento de la gente hacia ella que la polka compuesta por Salvador Morlet en 1896 y que a la sazón fue un éxito musical que acabó por convertirse en un emblema de la transición entre siglos: “Las bicicletas, niña hermosa, son las que andan por ahí/ ellas corren muy veloz igual que el ferrocarril”, decían las líneas de esta pieza.
Las bicicletas y la modernidad mexicana van de la mano desde entonces y el entorno se ha ido adaptando a ellas, al igual que las reglas, pues desde aquella época era obligación de los “bicicletistas” no usar las aceras para transitar, llevar una campanilla para abrirse paso y alumbrarse el camino durante la noche con una linterna. Hoy día, además, los cascos y ropa vistosa son parte de su código de uso. Para el mexicano promedio, gozar de uno de estos vehículos ha sido parte de su manera de ser, y para los que sobre sus ruedas trabajan o se transportan a diario puede significar casi una extensión de su cuerpo y, por ende, un objeto imprescindible.
La historia bicicletera va desde las “sacudehuesos”, los velocípedos y las Gladiator francesas, hasta más recientemente las Vagabundo y Bimex –por mencionar algunas pocas–; el surgimiento a principios del siglo XX de asociaciones como el Cycling Union Club, que convocaba a paseos para rodar de la estatua del Caballito a Chapultepec sobre Paseo de la Reforma; los “ciclotones” actuales o el abandonado recorrido de la Ciclovía capitalina, dispuesta en parte sobre lo que eran las vías del ferrocarril de Cuernavaca a Ciudad de México; o los espectáculos deportivos que tienen lugar en los diferentes velódromos en el país.
En suma, la bicicleta hoy goza de cabal salud y las costumbres ya inherentes a ella quizá tendrán mucho que dar aún, al igual que su esencia inmodificable, pese a los vaivenes del desarrollo, la tecnología y el tiempo.
Las bicicletas
Polka de Salvador Morlet (1896)
De las modas que nos llegan de París y Nueva York,
hay una sin igual que nos llama la atención.
Son las bicicletas que transitan de Plateros a Colón,
y por ellas han olvidado la sombrilla y el bastón.
Por eso un catrín, en la calle sucedió,
un bicicletista torpe una vieja atropelló.
El gendarme le pregunta: “¿señora qué le pasó?”
La señora le responde: “el demonio me tumbó”.
Las bicicletas, niña hermosa, son las que andan por ahí,
ellas corren muy veloz igual que el ferrocarril.
Vámonos a la Alameda a pasearnos por ahí,
y ahí compartiremos con muchísimo placer.
Por allá se ve venir una chica, ¡sí señor!,
que maneja el aparato con destreza y precisión.
Por allá se ven también en constante agitación,
un montón de bicicletas que acaparan mi atención.
Las bicicletas, niña hermosa, son las que andan por ahí,
ellas corren muy veloz igual que el ferrocarril.
Vámonos pa’ la Alameda con muchísimo placer
y ahí con más violencia, las veremos ya correr.
Por allá se ve venir, cual si fuera exhalación,
un lagarto va encorvado de cortito pantalón
y empinado a la moda, hasta llama mi atención,
pues más bien parece un gato al acecho del ratón.
Las bicicletas, niña hermosa, son las que andan por ahí…