Catalina de San Juan fue parte de la diversidad de personas que llegaron de todo el mundo cuando Nueva España se convirtió en uno de los puntos centrales de las rutas comerciales entre Europa, Asia y África.
En 1621, llegaba a Acapulco en la nao de China una joven esclava vestida de hombre que no hablaba ni una palabra de castellano. Como todos los años por el mes de enero, los barcos de la flota que la traía venían cargados con productos y con esclavos del Asia, los cuales habían salido de Manila cuatro meses antes. Desde hacía medio siglo, este puerto se había convertido en la entrada del comercio español en el “Lejano Oriente” y en el punto estratégico desde donde se esperaba que el cristianismo se expandiría hacia China, Japón, Indochina y todo el sureste de Asia. Manila, además, tenía comercio con las ciudades portuguesas de Macao en China y de Goa y Kochi en la India, donde la esclavita había sido comprada.
La joven iba destinada a la casa de una familia de Puebla y, cuando aprendió un poco de castellano, les contó que se llamaba Catalina de San Juan, que era una princesa del Gran Mogor y que había sido raptada por unos piratas en las costas de su tierra natal. Narró cómo había sido bautizada por los jesuitas en Kochi y vendida como esclava en Manila. Relató también cómo Dios la había librado de ser violada por los piratas que la capturaron y cómo había transformado su atractiva belleza en fealdad para protegerla. No sabemos qué partes de esa narración fueron verídicas y cuáles inventadas, pero sin duda sus relatos despertaron en los oyentes una gran compasión que la esclava supo usufructuar muy bien.
Cuando su amo murió, su ama entró al convento de las carmelitas descalzas de Puebla y su nuevo dueño, el clérigo Pedro Suárez, desposó a Catalina con un esclavo chino, quien nunca pudo consumar el matrimonio pues, como contaba ella misma, una fuerza celestial se lo impedía. Su marido murió y una vez viuda consiguió que su amo le diera la libertad, lo cual le permitió dedicarse al servicio del templo de la Compañía de Jesús en Puebla. En ese tiempo, Catalina se pasaba muchas horas de oración en las iglesias y se vio influida por los sermones de los jesuitas, en los cuales los predicadores pintaban escenas de las almas torturadas en el infierno por feroces demonios y de los sufrimientos de aquellos que penaban en el fuego del purgatorio y que pedían ser rescatadas por medio de misas y oraciones.
En los retablos cuajados de oro pudo admirar a los santos y santas con sus miradas extasiadas y sus ricos vestidos y escenas donde Cristo y la Virgen se manifestaban cubiertos de luz en medio de nubes luminosas y coros de ángeles. En las procesiones observó las imágenes de Cristo cubierto de llagas sangrantes y cargando con una cruz, que se paseaban por las calles rodeadas de dolorosos lamentos, cirios y olor a incienso. Esa religión de contrastes unida a una poderosa imaginación y a un pasado lleno de sufrimientos forjaron en la joven hindú una serie de visiones exaltadas. Según contaba, tenía tiernos coloquios con Cristo, quien la trataba como esposa, y con la Virgen que le prestaba al niño Dios para que lo cargara. También se le mostraba el Demonio de distintas maneras para hacerla caer en pecado.
A su muerte en 1688, tres de sus confesores, dos de ellos jesuitas, escribieron su vida con los materiales que la “beata” les facilitó. En estas biografías, Catarina (como también ha sido llamada) era presentada como una persona contradictoria. Despreciándose y humillándose a sí misma, se mostraba siempre como la elegida predilecta de Cristo y de la Virgen. Esclava y princesa, virgen y casada, hermosa y fea, analfabeta y sabia, Catalina era un producto de la cultura barroca que exaltaba los opuestos. La sociedad que la acogió, amante de lo exótico y de lo contrastante, debió estar fascinada al escuchar que esos hechos prodigiosos ocurrían en su tierra.
La prodigiosa vida de Catalina de San Juan estuvo marcada por los cambios y movilidades que se produjeron cuando Nueva España se convirtió en el centro de las rutas que comenzaron a rodear el planeta desde Europa, Asia y África. Como Catalina, a este territorio llegaron personas y productos procedentes de todo el mundo: mercaderes y esclavos, piratas y religiosos, obispos, virreyes y mendigos, hombres y mujeres de todos los estados y condiciones se movieron atravesando los mares y arribaron a destinos que hacía cien años nadie hubiera siquiera soñado.