Celaya porfiriana

Pablo Serrano Álvarez

 

El Dr. Serrano Álvarez presenta un breve pero agudo recuento del pasado de una ciudad y una región que han destacado por su producción agrícola e industrial, su estratégica posición geográfica, así como por sus condiciones sensiblemente distintas respecto a otras zonas del país en vísperas de la revolución maderista.

 

 

Una ciudad moderna, industrial y comercial

 

Al arrancar el siglo XX, Celaya, con sus cerca de 23 000 habitantes, era la tercera ciudad más grande –después de León y Guanajuato– en medio de la constelación de ciudades guanajuatenses, que hacían de la entidad la más urbanizada del país y una de las que tenía los mayores índices de concentración poblacional.

 

Celaya se había convertido en el centro más destacado del comercio, servicios y producción manufacturera, así como de una incipiente industria, en la esquina sureste de la entidad, aprovechando precisamente su ubicación en el cruce de los ferrocarriles Central Mexicano y Nacional, esto es, en las rutas desde la capital del país hacia el norte y el occidente de la República.

 

Para entonces, se habían establecido en la ciudad agencias de ventas de las compañías petroleras Pierce Oil Corporation, El Águila, Huasteca Petroleum Company y Corona Roja. Igualmente, había una distribuidora de la Compañía Cervecera de Toluca y México. La Favorita, La Internacional y La Bética eran tres importantes destilerías que, junto a la gran fábrica de jabón La Constancia, el molino de harina El Carmen y la fábrica de cigarros El Pico de Orizaba, eran parte del entramado industrial local. La fábrica de hilados y tejidos de algodón Zempoala, fundada por el político e historiador Lucas Alamán, subsistió por muchos años; a esta se sumó una más: La Primavera.

 

Celaya contaba también con tranvías urbanos y plataformas de carga que, además de ofrecer servicio público, se utilizaban en la movilización de productos a las estaciones del ferrocarril. Existía una sucursal del Banco Nacional de México; los visitantes se podían alojar en el Hotel Gómez; el Hospital Porfirio Díaz brindaba servicios sanitarios a la población y estaban por concluirse las obras del mercado Joaquín Obregón González.

 

El campo y la permanencia del régimen porfiriano

 

De particular importancia eran las grandes casas de comisiones que acaparaban y distribuían las cosechas de cereales. La ciudad era el punto de confluencia de un área agrícola que la circundaba y de la cual dependía. Esta área, como se ha dicho, era parte del eje productor de cereales, particularmente maíz y trigo. En el estado podían identificarse dos núcleos cerealeros altamente productivos: por una parte el de León, que incluía los distritos de León, Romita, San Francisco del Rincón y Purísima del Rincón, y por otra, el de Valle de Santiago, formado por los distritos de Celaya, Cortázar, Salvatierra y Valle de Santiago.

 

Diversos estudios han concluido que la producción agrícola, no solo en Celaya, sino en general en una amplia región que abarca secciones de Guanajuato, Jalisco y Michoacán, se basaba en un sistema de ranchos y haciendas de mediano tamaño, antes que en extensas propiedades, como ocurría, en contraste, en el norte y algunas zonas del sur del país. Esta circunstancia tuvo como consecuencia un esquema de producción basado en la pequeña y mediana propiedad y en la competencia entre las unidades productivas. También acarreó consigo una estructura social sensiblemente distinta a la consignada en la literatura más conocida acerca de la hacienda porfiriana.

 

En 1910 se contabilizaron en el estado 534 haciendas y 3 999 ranchos. Gracias a la investigación del cronista celayense José Antonio Martínez Álvarez, quien ha consultado con dedicación el archivo del ayuntamiento, contamos con una relación, aunque no exhaustiva, de las propiedades rurales en la jurisdicción de Celaya a principios de enero de 1912, en la que se registran las siguientes, con los nombres de sus respectivos dueños: hacienda de Moralitos, de Sr. Arcaute; hacienda de Jáuregui, de Dolores A. viuda de Bazán; hacienda de Aguirre, de Luis Flores; tenería del Santuario, de Fernando Arizmendi; rancho de San Antonio Mújica, de Mariano González S.; hacienda de Santa María, de J. Antillón; haciend de San Juanico, de José M. Ortiz (encargado); San Antonio Espinosa, de Macedonio Pérez; haciendas de Santa Rita y Camargo, testamentaría de Juan Oliveros; ranchos Tenería de Valdez y El Becerro, de José Reynoso; haciendas San Antonio y Concepción, de Juan F. Gutiérrez; hacienda San Juan de la Vega, de Manuel González; San Elías y Anexas, de Domingo Zarandona.

 

La coexistencia de grandes y medianos propietarios e incluso rancheros independientes –patrón que aumentó sostenidamente a lo largo del periodo– hizo que la mano de obra gozara de relativa libertad y mejores condiciones que sus pares en otras partes del país.

 

Adicionalmente, el dinamismo económico de la ciudad proveía de alternativas a los trabajadores del campo. De hecho, el desempleo era nulo; más aún, visto el tema desde una perspectiva más amplia, el número de trabajadores incrementó en el estado de 45 271 obreros en 1895, a 49 571 en 1910. Existe un consenso respecto a que, no obstante la intensa vida asociativa de los trabajadores, principalmente los urbanos, estos no se convirtieron en factor de desestabilización social durante el Porfiriato en la región.

 

Tanto los cronistas locales como los estudiosos del periodo a nivel estatal coinciden en afirmar que hacia 1910 los diversos sectores sociales se mostraban más inclinados a mantener el estado de cosas construido a lo largo del régimen porfiriano, bajo las riendas del gobernador Joaquín Obregón González.

 

Los celayenses vivieron, en cambio, con júbilo y como un festejo propio las celebraciones del centenario en septiembre; recordaron que cien años atrás, en su ciudad, el cura insurgente Miguel Hidalgo, en presencia del ayuntamiento, de todos los jefes de armas y la tropa, fue nombrado capitán general, mientras que Ignacio Allende fue designado teniente general.

 

Cambios revolucionarios

 

La anunciada rebelión estalló en noviembre de 1910 y en los meses siguientes terminó por poner en aprietos al régimen. Como parte del conjunto de reformas ofrecido por el gobierno nacional, algunos gobernadores fueron sustituidos entre marzo y abril de 1911. Así ocurrió en Guanajuato, donde un importante hacendado leonés, Enrique O. Aranda, sustituyó a Obregón González, que dejaba la gubernatura tras dieciocho años de encabezarla.

 

Ante la incertidumbre por los rápidos cambios que se sucedían allá afuera y ante la eventualidad de que la violencia que parecía extenderse llegara a sus hogares, los celayenses decidieron protegerse. Sin embargo, en medio de la coyuntura electoral de aquel 1910 se organizaron algunos grupos opositores que hicieron eco de la campaña antirreeleccionista encabezada por el, hasta entonces, desconocido hacendado coahuilense Francisco I. Madero.

 

Para aquel momento tres eran las facciones identificables en el estado: la primera encabezada por Alfredo Robles Domínguez, estrechamente ligado a los intereses de algunos rancheros de Silao; la segunda, con Toribio Esquivel Obregón a la cabeza, en torno de quien se congregaban algunos empresarios agrícolas de la región de León; y la tercera, cuyos líderes eran Francisco Díaz y Alejandro Martínez Ugarte, en representación de los sectores medios de la capital.

 

Finalmente, el apoyo dado por Robles Domínguez a Madero durante el proceso para designar al candidato antirreeleccionista a la presidencia, hizo que el coahuilense se convirtiera en el orquestador de la rebelión que habría de estallar el 20 de noviembre de aquel año. Pero como fueran descubiertos sus planes y hecho prisionero, la insurgencia maderista quedó prácticamente disuelta en el estado. Lo que siguió será motivo de otra historia que trataremos en el siguiente número de esta revista.

 

 

Esta publicación es sólo un fragmento del artículo "Celaya porfiriana " del autor Pablo Serrano Álvarez que se publicó en Relatos e Historias en México, número 123Cómprala aquí