¡Cárcel para los revoltosos?

Marco Antonio Villa Juárez

Un triunfo del 68 fue terminar con el ominoso delito de disolución social

 

¿Salir de prisión? “Es cosa de días… ¡pero de Díaz Ordaz!”, era la frase que los jóvenes inquilinos que llegaron al Palacio Negro de Lecumberri durante el movimiento estudiantil de 1968 se repetían una y otra vez entre sí. Durante sus primeras horas en el penal, desde que eran pasados por el riguroso registro hasta que se enfundaban en un “maloliente uniforme azul” para enseguida ser quizá trasladados a las crujías H (para los de nuevo ingreso) o M y O Poniente (activistas y acusados de terrorismo), los dominaba la fatídica sensación de incertidumbre por no saber cuándo iban a salir. De lo que sí estaban seguros era que al pisar la cárcel ya se era culpable “aunque no se hubiera probado nada”, de que podrían ser entambados en el escabroso apando del centro penitenciario, y de que eran acusados de agitadores, sediciosos o revoltosos.

Dentro y fuera del presidio, todos sabían que desafiar al régimen podría propiciar su encarcelamiento, acusados del delito de disolución social, por lo general en un lugar en el que “las cosas se ponían más difíciles de lo que cualquier ser humano puede soportar” y hasta se podría perder la vida a manos de cualquiera, como lo era Lecumberri. Enmarcado dentro del contexto político y después de su reforma impulsada por el presidente Ávila Camacho, el artículo 145 (con sus adiciones) del Código Penal propuso a partir de 1941 que “comete el delito de disolución social, el extranjero o nacional mexicano, que en forma hablada o escrita, o por medio de símbolos o cualquiera otra forma, realice propaganda política entre extranjeros o entre nacionales mexicanos, difundiendo ideas, programas o normas de acción, de cualquier gobierno extranjero, que afecten el reposo público o la soberanía del Estado Mexicano./ Se afecta el reposo público, cuando los actos de disolución social definidos en el párrafo anterior, tiendan a producir rebelión, tumulto, sedición o escándalos./ La soberanía nacional se afecta cuando los actos de disolución social puedan poner en peligro la integridad territorial de México, obstaculicen el funcionamiento de sus instituciones legítimas o propaguen el desacato de parte de los nacionales mexicanos a sus deberes cívicos.”

Aprobado en lo inmediato, este precepto constitucional cuya pena a pagar iría de “tres a seis años” de prisión, respondió no solo al clima bélico imperante en el mundo durante la Segunda Guerra Mundial, sino desde los años anteriores en los que la presencia de corrientes políticas radicales en Europa puso en riesgo la estabilidad política y la soberanía de las naciones. En México, la crítica gastó su tinta argumentando que nuestro país no estaba cerca de estos escenarios de guerra o que la reforma incluía seis veces la palabra “cualquiera”, con lo que probablemente se estimaba la arbitrariedad con la que procedería en determinados casos.

Por otra parte, hubo también funcionarios que aplaudieron la medida, considerando que era una lástima que “la gangrena” de las ideas comunistas que afectaron la moral o la educación no se haya atacado desde antes. “En el orden constitucional, el proyecto parece vulnerar algunas de las garantías individuales; pero la realidad y el peligro actuales imponen medidas de esta naturaleza para salvar nuestra nacionalidad contra ‘ismos’ de toda especie, así se llamen comunismo, fascismo, nazismo”, publicó la revista La Nación (órgano del Partido Acción Nacional, PAN) como respuesta a la iniciativa de Ávila Camacho.

Con el tiempo y como también lo estimaría la crítica, el delito de disolución social fue adaptándose a las nuevas circunstancias de la vida política y social de nuestro país, aumentando su pena máxima hasta doce años de cárcel y extendiendo la terna de motivos, que ahora consideraba el llamado a actos que sabotearan la economía nacional, paralizaran los servicios públicos o realizaran actos de provocación que las autoridades consideraran que podían poner en riesgo la paz impulsada por el partido en el poder. De inmediato se convirtió en una figura del derecho aplicable a todos los que protestaran o no comulgaran con la ideología y acciones políticas del régimen priista, mostrando deslealtad. Jóvenes manifestantes de diferentes ámbitos, líderes sindicalistas, impresores o editores de la prensa de oposición, y hasta algún fabricante de productos que incluyeran una V de la victoria, podían ser sujetos de detención.

Ante tal escenario, la crispación social no se hizo esperar, como tampoco el considerable aumento en el número de detenciones por este delito. De los cerca de cincuenta individuos aprisionados entre 1941 y 1944, para la siguiente década se contaban por decenas. Además, comenzaron a visibilizarse casos en los que la corrupción, impunidad y el abuso policial eran la moneda de cambio, al igual que los procesos estancados, interrumpidos o prolongados. Asimismo, el delito de disolución social castigó también a aquellos que debían favores o no querían hacer un trabajo a algún funcionario, o cuando este último se cobraba alguna revancha. Al fin y al cabo, el campo de acción que enmarcaban los términos inscritos en el artículo 145 y 145 bis del Código Penal era diverso.

 

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