Asesinato de Trotsky, las horas tardías del atentado

Ricardo Lugo Viñas

Bajo la argucia de que Trotsky le diera su opinión acerca de un pequeño ensayo político que estaba escribiendo, Frank Jackson logró que el ruso lo recibiera a solas en su despacho. Mientras Trotsky se disponía a leer el supuesto ensayo, Jackson, uno de los tantos alias de Ramón Mercader del Río, sacó de su gabardina un piolet de alpinista y le asestó un golpe mortal al antiguo líder del Ejercito Rojo.

 

El comandante Jesús Galindo, agente del Servicio Secreto de la Policía del Distrito Federal, descansa los pies sobre el escritorio de su despacho. La luz bermeja y caduca del atardecer se filtra por los cristales de las ventanas; bochornosa, anunciando las últimas horas de la jornada. Entonces suena el teléfono. El abúlico reloj de pared marca veinte minutos antes de las seis de la tarde. Un desbaratado ventilador remueve el cuajado aire caliente. El teléfono insiste, no da tregua. Incluso parece llamar en un tono más alto. Resignado, Galindo –que en el pasado fue escolta del presidente Álvaro Obregón– se endereza, toma el auricular y lo lleva hasta su oreja.

Del otro lado de la línea se escucha un largo silencio. Luego vine una voz. La estertórea voz de su jefe, el coronel Leandro Sánchez Salazar. Galindo escucha con desgano. No habla, se limita a asentir con escuetos “ujum” y uno que otro marcial “sí coronel”. Parece tener la intención de anotar algo en su libreta, aunque desiste. Finalmente, emite el consabido acuse de recibo: “Entendido, coronel. En este momento vamos para allá”. Cuelga.

El tibio olor del miedo

Galindo se yergue en su silla. Se espabila. Abre el archivero y extrae un expediente conocido. Se pone de pie, dobla su gabardina en el antebrazo, se alisa la corbata, ajusta su 45 en la funda, toma los Chesterfield del escritorio y se coloca el sombrero Fedora de lana. En el pasillo de la oficina da una breve y concreta orden en voz alta. De inmediato, una docena de agentes se pone a sus órdenes.

Apresurados, se montan en dos Ford V8, activan las sirenas y salen de la VI Inspección de Policía, en las calles de Victoria y Revillagigedo. A toda velocidad toman la carretera que conduce al pueblo de Coyoacán, en las lejanas afueras del sur de la Ciudad de México. En el horizonte, las nubes en jirones parecen anunciar algo siniestro. Era el martes 20 de agosto de 1940. Había sido un día soleado y caluroso.

Alrededor de las 6:15, Galindo y sus agentes llegan a la casa ubicada en el número 19 de la terregosa calle Viena, a la vera del moribundo río Churubusco, en el corazón de Coyoacán. Más que casa, la construcción tiene aspecto de fortaleza medieval o de prisión siberiana: dos mastodónticos torreones de vigilancia, guardias armados hasta los dientes, ventanas tapiadas a piedra y lodo, muros inexpugnables. Lo primero que sorprende a Galindo es que el grueso y blindado portón de hierro que da acceso a los vehículos de la casa está abierto de par en par, nadie parece vigilarlo.

Galindo se apea (lleva el expediente bajo el sobaco), enciende un cigarrillo, pide a sus hombres cercar el área y permanecer atentos. El ambiente parece enrarecido. Huele a miedo. Está a punto de entrar a la casona cuando un joven, de unos 14 años, corriendo, se le adelanta. Los agentes le marcan el alto. Pero Galindo lo reconoce y ordena que le den el paso. Se trata de Vsevolod Vókov, conocido como Sieva, es nieto del dueño de la casa y a todas luces viene de la escuela, se le nota desconcertado.

No era la primera vez que Galindo estaba en aquella casa. Apenas unos meses atrás, la madrugada del 24 de mayo, una gavilla de entequilados, envalentonados y bisoños pistoleros, acaudillados por el pintor y muralista David Alfaro Siqueiros, lograron romper el cerco de seguridad de la fortificación y escabullirse en su interior. “Alguien les abrió la puerta”, se dijo después. El hecho es que el atentado fue fallido. El objetivo era aniquilar al viejo de la casa, “un importante político ruso”. El saldo final de aquel asalto de madrugada –el propio Galindo escribió el “Informe confidencial A.59”– fue de cero víctimas mortales y 137 impactos de bala, de diferentes calibres, distribuidos por toda la casa.

Desde entonces Galindo no dejaba de preguntarse: ¿por qué quieren matar al sencillo anciano, bonachón y barbicano que habita esta casa? ¿qué ha hecho? ¿quién es, más allá de llamarse Liev Davídovich Bronstein, conocido como León Trotsky? ¿cómo pudo salir con vida de la fiesta de las balas de aquella madrugada de mayo? ¿por qué el presidente Lázaro Cárdenas lo nombró su “huésped personal” y le asignó miembros del estado mayor presidencial para su seguridad?...

La repentina presencia de los guardias Harold Robbins y Octavio Fernández sacó de un tirón a Galindo de sus cavilaciones: “Comandante, tenemos al responsable del atentado. Acompáñeme, por favor”, pidió Fernández. Al cruzar el umbral de la ciclópea cárcel coyoacanense, del otrora líder del Ejército Rojo, Galindo oteó lo turbio del ambiente. Sospechó lo peor.

Los guardias pretorianos de la fortaleza se movían de un lugar a otro, con las armas desenfundadas, haciendo como que buscaban algo, obnubilados, como sombras en un teatro del terror. Todo parecía haber cambiado en el orden de aquella casa: manchas de sangre, perros ladrando, gente por aquí y por allá, libros en el piso… Y al centro del jardín, sentando en una banca e inmovilizado por dos guardias, un hombre vendado de la cabeza; se quejaba amargamente, rezumaba miseria y desdicha por todos los poros. Era el asesino solitario de Trotsky.

 

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Un asesino solitario