“Llegamos en Jueves de la Cena y desembarcamos en Viernes Santo de la Cruz.” Bernal Díaz del Castillo.
Hay hechos históricos de gran trascendencia que suceden sin que sus protagonistas adviertan las consecuencias de sus actos. Uno de ellos fue sin duda el arribo, lento y agobiador, de once embarcaciones el Jueves Santo del 21 de abril de 1519 ante una pequeña isla, ya conocida por expediciones anteriores como San Juan de Ulúa porque algunos marineros habían escuchado la palabra culúa cuando la encontraron. La tripulación de las naves desembarcó hasta al día siguiente, Viernes Santo, en los arenales de la costa azotada por las olas y el viento situados frente a la desierta ínsula.
Los hombres que pisaron aquellas arenas empezaron a levantar chozas para guarecerse del sol abrasador, mientras los carpinteros de los barcos se dedicaron a construir un altar para celebrar la Semana Santa y la Pascua de Resurrección. A este sitio se le nombraría Villa Rica de la Vera Cruz, precisamente por haber desembarcado allí el Viernes Santo, día de la Verdadera Cruz; el paraje sería convertido años más tarde, en 1600, en el actual puerto de Veracruz.
“Sigamos la señal de la Santa Cruz”
Los recién llegados estaban dirigidos por un hombre de unos 34 años, resuelto y audaz, con fama de “bullicioso, altivo, travieso”, diestro con las armas y con debilidad por los amoríos, cuyo nombre era Hernán (o Fernando o Hernando, según los documentos de la época) Cortés, quien había arribado a la isla de La Española (Santo Domingo) en 1504, año de la muerte de la reina Isabel la Católica. El joven había participado en la conquista de la isla de Cuba, donde se dedicó a criar ovejas y yeguas, acumulando alguna fortuna.
Según su biógrafo y confesor, Francisco López de Gómara, Cortés había nacido en 1485 en Medellín, Extremadura. Sus padres, don Martín Cortés de Monroy y doña Catalina Pizarro Altamirano, pertenecían a familias hidalgas extremeñas. La infancia de Hernán fue difícil, pues estuvo a punto de morir, por lo cual su ama de leche lo encomendó a San Pedro. El infante se salvó y después tuvo gran devoción por dicho apóstol toda su vida.
A los catorce años, Cortés fue enviado a estudiar a Salamanca, donde vivió un bienio aprendiendo gramática en casa de Francisco Núñez de Valera. Sus padres querían que estudiara jurisprudencia en la renombrada universidad de esa ciudad, pues era inteligente y muy hábil para toda cosa, pero el inquieto joven regresó a Medellín, harto de estudiar o por carecer de dinero.
Una noche, el audaz jovenzuelo entró en casa de una mujer casada, pero se cayó en el trascorral; al oír el ruido, salió el esposo y por poco lo mata. Hernán se lastimó a consecuencia de la caída y sufrió de fiebre. Ya mejorado, marchó hacia las Indias a la edad de diecinueve años. En Cuba contrajo matrimonio con Catalina Xuárez o Suárez, aunque, según Gómara, “no la quería”.
El gobernador de Cuba, don Diego de Velázquez, estaba interesado en enviar una nueva expedición a las tierras conocidas como “isla de Yucatán”, recorridas por Francisco Hernández de Córdoba en 1517 y por Juan de Grijalva en 1518. Velázquez habló con Cortés a fin de asociarse con él para realizar dicha expedición. Ni tardo ni perezoso, Hernán inició los preparativos: enlistó a trescientos hombres, compró una carabela y un bergantín y los equipó con armas, artillería y provisiones; compró además seis caballos y ropa, y se granjeó la simpatía de muchos de los expedicionarios de Grijalva. Mientras tanto, el gobernador se imaginó que Cortés se alzaría con la expedición, pues los amigos del gobernador le alertaron de no fiarse de su socio por ser extremeño y mañoso.
Ante los recelos de Velázquez, Hernán se empeñó en partir con el argumento de que tenía permiso de los padres jerónimos, gobernadores de la isla de Santo Domingo, aunque en realidad no tenía autorización para poblar. El futuro conquistador salió de Cuba el 18 de noviembre de 1518 y en la isla de Trinidad compró otro navío, tres caballos y quinientas cargas de grano. Embarcó con él a doscientos hombres de Grijalva y volvió a La Habana, donde reunió dos mil tocinos y maíz.
Cortés zarpó finalmente el 10 de febrero de 1519 con once barcos, 508 soldados, alrededor de cien marineros, doscientos nativos y negros, y dieciséis caballos y yeguas. Como bandera portaba un lienzo blanco y azul con una cruz colorada y un letrero en latín que se traducía como: “Hermanos y compañeros: sigamos la señal de la Santa Cruz con fe verdadera, que con ella venceremos”. A pesar de sus defectos, la fe de Cortés en la Providencia Divina y su devoción a la Virgen María eran sinceras.
Los enviados de Moctezuma
En el campamento improvisado frente a la isla de San Juan de Ulúa, los expedicionarios construyeron también caballerizas para los animales, incluido un potrillo nacido en uno de los barcos. El Domingo de Pascua, 24 de abril, celebraron la misa los padres Bartolomé de Olmedo y Juan Díaz con la presencia de Cortés y sus hombres, y ante los azorados ojos de los nativos.
Desde el Jueves Santo, unas grandes canoas se habían acercado a la expedición y sus tripulantes preguntaron por el jefe de los recién llegados. Fue así como Cortés se encontró con Cuitlalpitoc y otros señores enviados por Moctezuma Xocoyotzin, el huey tlatoani mexica. Para ello contó con el apoyo de intérpretes como Gerónimo de Aguilar, náufrago español que ocho años antes se había extraviado con quince hombres y dos mujeres, había aprendido el maya y fue recogido por Hernán en Cozumel; pero sobre todo con el de Marina (Malina o Malintzin en náhuatl), joven indígena que hablaba maya y náhuatl, quien fue regalada a Cortés por el señor de Tabasco y cuya presencia y ayuda fue fundamental para los castellanos. A través de ella, el conquistador pudo comunicarse con los habitantes de aquellas misteriosas tierras, comprender sus costumbres y modo de vivir y allegarse de vital información para realizar sus planes.
Doña Marina
Es menester hacer constar que don Hernán aquilató el valor de los conocimientos lingüísticos y culturales de Marina, quien fue de gran ayuda para él en esta primera etapa de la conquista. Lamentablemente, el papel de ella ha sido distorsionado al calificarla de “traidora” a su pueblo. Sin embargo, en aquella época no existía una nación indígena en los territorios que hoy conforman México; había una multitud de etnias, lenguas, usos religiosos y culturales organizados en lo que se ha llamado altépetl (literalmente, agua-cerro): especie de comunidad o señorío autónomo. Según el historiador Bernardo García Martínez, estos cuerpos políticos tenían diversos grados de autonomía: algunos eran tributarios de la Triple Alianza, cuya cabeza era México-Tenochtitlan, pero otros eran independientes.
El altépetl donde se encontraban las playas del desembarco pertenecía a Zempoala o Cempoala, habitado por unos treinta pueblos totonacas, tributarios de Tenochtitlan y de habla totonaca y náhuatl. Por lo tanto, Marina, al colaborar con los expedicionarios españoles, no traicionó a ninguno de esos pueblos ni a otros altépetl, menos a los mexicas que los oprimían.
¿Quién era aquella jovencita que hoy llamamos Malinche o Malintzin? Parece que procedía de un lugar cercano a Coatzacoalcos y era hija de un jefe local. Su padre murió y su madre contrajo matrimonio con otro individuo, por lo que ambos decidieron venderla o regalarla a unos mercaderes que se dirigían a Tabasco. Allí fue esclava del jefe tabasqueño, quien se la regaló a Cortés junto con otras jóvenes. El padre Bartolomé de Olmedo la bautizó con el nombre de Marina, pronunciado en náhuatl como Malina.
Por medio de ella, Cortés se enteró del pueblo mexica, de su poderoso gobernante y de cómo este había ordenado que se les proveyera de todo lo necesario a los recién llegados y le informaran detalladamente de quiénes eran y qué querían. El cronista Bernal Díaz del Castillo, quien conoció bien a la joven intérprete, dejó escrito: “Como doña Marina en todas las guerras de la Nueva España, Tlaxcala y México fue tan excelente mujer y buena lengua […] la traía siempre Cortés consigo y la doña Marina tenía mucho ser y mandaba absolutamente entre los indios en toda la Nueva España”.
Intercambio de regalos
Hernán percibió la importancia y riqueza del señorío mexica y se empeñó en conocer a Moctezuma y a su pueblo, debido a la información proporcionada por los enviados del tlatoani de Tenochtitlan, así como por los regalos y provisiones que le entregaron los indígenas, como gallinas, pescados, pan de maíz (tortillas), ropa de algodón, plumas de brillantes colores, objetos de oro bellamente cincelados figurando pájaros, mariposas y otros animales, perlas y varios objetos más.
A través de Marina, Cortés explicó a los enviados de Moctezuma que Carlos V, su rey, era el gobernante más poderoso que había sobre la Tierra y que quería compartir su religión con ellos, ya que era la verdadera. Además de estos planteamientos, hizo una demostración de poderío militar al accionar sus armas y bombardas y presentar a sus dieciséis caballos y un potrillo, adornados de cascabeles para mayor ruido y lucimiento.
Podemos imaginar la impresión que estos hechos causaron a los enviados de Moctezuma y a los tlacuilos o pintores que habían traído consigo para representar, a través de imágenes, lo que vieran y cómo eran y se comportaban esos forasteros de pálido color y extraña indumentaria que habían arribado en casas flotantes sobre la mar. Admirados, los tlacuilos dibujaron en hojas de maguey los barcos, velas, armas, caballos, trajes, armaduras y cascos, así como a doña Marina, a Gerónimo de Aguilar, a los principales capitanes y, por supuesto, a su general. Pintaron al natural la cara, rostro y facciones de Cortés y, al preguntar este a Teuhtile para qué hacían esos dibujos, el mexica le contestó que era para dar una idea exacta a Moctezuma II de los recién llegados.
Cortés correspondió a las ofrendas y provisiones enviadas por Moctezuma con regalos; entre ellos, una silla de brazos ricamente adornada, una gorra carmesí, brazaletes de piedras azules, collares de cuentas de vidrio, una medalla de oro de San Jorge a caballo hiriendo a un dragón, y un yelmo dorado que –sin proponérselo Hernán– se parecía, según unos, a un casco de Quetzalcóatl o, según Bernal, a uno de Huitzilopochtli, por lo cual este objeto despertó un gran interés entre los enviados del huey tlatoani.
Cabe señalar que, junto a la llegada de caballos a nuestro territorio, arribó esa imagen de San Jorge, un primer santo jinete que, junto con otros dos santos a caballo (Santiago y Martín de Tours), darían nombres a multitud de pueblos, villas, ciudades, ríos y lagos, creando así una geografía devocional que cubrió al Nuevo Mundo. Por su parte, Díaz del Castillo, acompañante de Cortés en este desembarco, dejó una descripción de cada uno de esos primeros equinos llegados hace quinientos años, entre ellos uno llamado El Arriero, perteneciente a Bartolomé García y de los mejores de la expedición, así como la yegua La Rabona, de Juan Velázquez de León.
Esta publicación sólo es un extracto del artículo "22 de abril de 1519, el desembarco de Hernán Cortés en Veracruz que cambió la historia del mundo" de la Dra. Guadalupe Jiménez Codinach que se publicó íntegramente en Relatos e Historias en México número 128.