El final del Jefe Máximo

La despedida
Pablo Serrano Álvarez

El presidente Ávila Camacho llegó al inmueble hacia las ocho de la noche, justo cuando la familia terminaba de arreglar el salón que fungiría como capilla ardiente. Inició entonces la serie de guardias: la primera, montada por la familia del finado; en seguida fue relevada por la que formaron el mandatario y los generales Francisco L. Urquizo y José María Tapia, el ingeniero Marte R. Gómez y el licenciado Primo Villa Michel; minutos más tarde los sustituyeron Alberto J. Pani, Aarón Sáenz, Emilio Portes Gil, Luis L. León y Manuel Riva Palacio. Las guardias se sucedieron una a una hasta después de la medianoche y se reiniciaron a primera hora del domingo.

Pasadas las dos y media de la tarde de este último día, se iniciaron los preparativos para el traslado del cuerpo. Durante esas horas, según una crónica periodística de la época, desfilaron ante los restos del otrora “hombre fuerte” del país “militares de la más alta graduación, senadores, diputados, políticos, hombres de negocios, damas de diferentes círculos sociales; en suma, una heterogénea concurrencia”.

Minutos antes de las tres de la tarde, trompetas militares anunciaron la llegada del presidente Ávila Camacho, quien montó la última guardia fúnebre. Media hora después, el ataúd fue llevado en hombros por los hijos de Calles hasta la carroza que lo conduciría al Panteón Civil de Dolores, donde descansaban los restos de su primera esposa, Natalia Chacón.

Una escolta de motociclistas abrió paso al cortejo. En el trayecto se escuchaban los honores de ordenanza que la Tercera División de Infantería rendía al exmandatario. Así como las salvas despidieron el cadáver al salir de la residencia de Torreblanca, otra descarga recibió a la comitiva a su llegada al cementerio hacia las cuatro y media de la tarde.

Antes de la inhumación, el ingeniero Luis L. León y el general José María Tapia dieron lectura a sendas oraciones fúnebres. León, que había sido secretario de Agricultura en el gobierno de Calles, hizo una apología de su antiguo jefe. En algún momento de su discurso dijo que “fue combatido porque siempre había sido un gran luchador”, además de afirmar que había abierto las compuertas de la revolución social y “recibiendo la herencia de Madero, Carranza y Obregón, inició la estructuración de un nuevo Estado”. Enfatizó también el abandono en que vivió durante sus últimos años: “Se cumplió su destino de gran hombre y probó el abandono y la ingratitud, pero entonces fue más grande que cuando tenía en sus manos el poder”. Finalizó su discurso diciendo: “Hoy desaparece uno de los hombres más grandes de la Revolución”.

Por su parte, el general Tapia destacó que Calles fue un incomprendido. Elogió sus virtudes como padre y esposo; al igual que quien le antecedió en la palabra, resaltó la ingratitud “de los muchos que se dijeron sus amigos y especialmente de aquellos que formó”.

Casi a las cinco de la tarde, bajo la luz otoñal, el féretro fue descendido y comenzó a ser cubierto de tierra, al tiempo que los concurrentes abandonaban silenciosamente el lugar. Se escuchó entonces el sonido de la trompeta con los honores al presidente Ávila Camacho y, quizá involuntariamente, con ello se despedía también al general Calles.

No hubo manifestaciones masivas en la calle ni en la prensa. Algunas centrales de trabajadores enviaron representantes a la velación y al sepelio. El Comité Ejecutivo de la CTM sólo emitió un comunicado que expresaba: “La Confederación de Trabajadores de México, representativa de la mayoría del proletariado nacional, rinde homenaje al general Plutarco Elías Calles por los actos positivos que tuvo durante su vida al servicio de la Revolución Mexicana”. La Confederación Regional Obrera Mexicana no hizo señales públicas de duelo, aunque consideraba a Calles como “amigo de la clase obrera”.

Muchos años después, durante la presidencia de Gustavo Díaz Ordaz, se le rindió el homenaje que le fue negado al momento de su muerte: el 20 de noviembre de 1969 sus restos fueron trasladados al Monumento a la Revolución. El caudillo de la revolución institucionalizada merecía estar dentro del panteón de los grandes hombres que habían dado cimientos al Estado moderno mexicano.

 

Esta publicación es un fragmento del artículo “El final del Jefe Máximo” del autor Pablo Serrano Álvarez y se publicó íntegramente en la edición de Relatos e Historias en México, núm. 92.