LA FASCINACIÓN POR STEFAN ZWEIG

El más grande escritor europeo leído en toda América

Ricardo Lugo Viñas

Para la poeta y cónsul chilena Gabriela Mistral, aquella tarde del 22 de febrero de 1942 resultaba, como otras tantas, templada, luminosa, apacible. Al cerrarla puerta de su casa ubicada en la calle Gonçalves Dias (en el aburguesado barrio de Valparaíso, en la ciudad de Petrópolis, Brasil), no había manera de siquiera sospechar que, en unos minutos, pasaría uno de los más trágicos momentos de su vida. Como ya se estaba volviendo costumbre, por las tardes, la futura nobel de Literatura solía visitar a su vecino y reciente íntimo amigo –que vivía en el número 34 de la misma calle–: el también escritor, novelista, biógrafo, genio brillante y preclaro pensador austriaco Stefan Zweig, quien hacía apenas unos años se había mudado, en calidad de exiliado, a aquel país del Cono Sur.

De modo que esa tarde pecaba de ordinaria. Sin embargo, cuando a lo lejos Mistral reconoció varios autos de la policía, apostados afuera de la casa de Zweig, presintió que algo no andaba bien. Inquieta, aunque sin exaltarse, apretó la marcha hacia la casa de su compañero europeo de charlas y tertulias, y al llegar a la puerta de entrada descubrió que varios agentes se disponían a “acordonar la zona”. Entonces, aprovechando su posición de diplomática, Mistral logró abrirse paso entre la pequeña multitud de pasmados y forrados policías, y entró al domicilio. Una vez dentro, en el pasillo que conducía a la habitación de su célebre amigo, ahora sí imaginó lo peor. Al verla llegar, la sirvienta de Zweig, destrozada, la abrazó entre un mar de lágrimas.

Dormía con gran dulzura

Mistral se armó de valor y, con un nudo en la garganta, caminó despacio hasta la habitación de su amigo. Lo que halló la sacudió en lo más profundo y le significó uno de los más hondos quebrantos de su existencia. Ella misma lo narró así: “Al fin entré al dormitorio y estuve allí no sé cuánto tiempo sin levantar la cabeza. Yo no podía o no quería ver. En dos pequeños lechos juntos estaba el maestro, con su hermosa cabeza solamente alterada por la palidez. La muerte violenta no le dejó violencia alguna. Dormía sin su eterna sonrisa, pero con una dulzura grande y una serenidad mayor todavía. Parece que él murió antes que ella. Su mujer, que habrá visto ese acabamiento, le retenía la cabeza con el brazo derecho, y toda su cara estaba echada sobre la suya”.

Stefan Zweig, uno de los escritores más notables y leídos del siglo XX, había optado por el camino del suicidio, tras ser invadido por un pesimismo total, producto –él mismo lo decía– del tiempo que le tocó vivir; del bárbaro mundo, para él incomprensible, marcado por la Segunda Guerra Mundial. Su segunda esposa y secretaria, la jovencísima Charlotte E. Altmann –a quien Zweig llamaba cariñosamente “Lotte”–, había decidido acompañarlo en el complejo camino de dejar la vida por cuenta propia. Ambos ingirieron un sólido y bien servido coctel de barbitúricos y se acostaron en la cama en espera de la muerte.

Aquel fue el trágico final del celebérrimo autor de obras como El mundo de ayer (1942, publicado póstumamente), Momentos estelares de la humanidad (1927), Novela de ajedrez (1941, su última novela), Viaje al pasado (1929), Veinticuatro horas en la vida de una mujer (1927) o Una historia crepuscular (1911); de decenas y monumentales biografías –de gran rigor documental– dedicadas a Joseph Fouché, María Antonieta, Américo Vespucio, Honoré de Balzac, Paul Verlaine, María Estuardo, entre otros, así como de un largo y colosal etcétera de obras, entre el ensayo, la novela, el teatro y la poesía.

Llega directamente al corazón

La noticia del suicidio de Zweig en Brasil (al que dedicó su esplendoroso libro Brasil. País del futuro) conmocionó al mundo. Un año después, en la primavera de 1943, en el periódico mexicano El Universal apareció una nota escrita por el novelista y guionista Mauricio Magdaleno, titulada “El autor más leído”. En ella se refería, con notoria alegría, a que en la reciente edición de la Feria de Minería de la Ciudad de México los libros del autor austrohúngaro habían sido los más vendidos. De hecho, se vendían de forma planetaria con muchísimo éxito; eran verdaderos y talentosos best seller, pero, tras su muerte, la difusión de su obra por todo el mundo fue aún más contundente.

En su columna, Magdaleno subrayaba: “Yo no sé qué quedará dentro de cien años de la obra de Zweig; pero él vivió una de las existencias más dramáticas de nuestro tiempo. Y ese aleteo de tortura y drama y de romanticismo está presente en todos sus libros y llega directamente al corazón de quien los lee, como una música que dijera sentimientos que inquietan y afligen el corazón de todos los seres”. De tal modo que, por esas fechas, en México comenzó a leerse, con emoción y fiebre, buena parte de los libros de Zweig, apreciados por su delicadeza, finura y erudición.

Fue tal el entusiasmo que suscitó la obra del escritor judío en nuestro país –la cual fue prohibida en Alemania y quemada en la famosa quema de libros del 10 de mayo de 1933 por parte del régimen nazi– que un año después, en 1944, su novela Amok (publicada en 1922) fue adaptada al cine por el guionista y director andaluz Antonio Momplet, y protagonizada por María Félix y Julián Soler.

Amok se estrenó el viernes 22 de diciembre de 1944 y resultó todo un éxito en taquilla. María Félix acudió al estreno en el Cine Chapultepec (donde actualmente se levanta la Torre Mayor, en avenida Reforma), acompañada del brazo del compositor Agustín Lara, quien, junto con Manuel Esperón, musicalizó la película. La crítica del momento la calificó como la mejor cinta del año.

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