Para cuando Victoriano Agüeros comenzó a planear la fundación del primer periódico que dirigió, el general Manuel González llevaba más de un año en la presidencia de México, mientras que aquel periodista y escritor guerrerense ya lucía el título de licenciado y contaba con apenas 27 años. Al final del primer periodo presidencial del general Porfirio Díaz (1877-1880), quien había llegado al poder mediante la rebelión de Tuxtepec iniciada en 1876, González se colocó como su posible sucesor y el candidato oficial del porfirismo. Después de una intensa campaña electoral, el llamado Manco de Tecoac llegó al gobierno.
En cuanto a la prensa, para el lapso de 1880-1884 se perdió el ímpetu del periodo presidencial anterior (1877-1880) respecto a la fundación de publicaciones. Si bien el cuatrienio gonzalista no se caracterizó por un auge de la prensa, sí vio surgir publicaciones emblemáticas que serían parte fundamental de la historia del periodismo del régimen porfirista y de los inicios de la Revolución mexicana: El Diario del Hogar (1881-1914), del liberal Filomeno Mata, y El Tiempo (1883-1912), del católico Agüeros. Pero también en esos años nacieron diarios que no pasaron del gobierno de González, como el semanario satírico y de caricaturas El Rasca-Tripas (1881-1883) y El Imparcial (1882-1883), en el que nos enfocaremos en las siguientes páginas.
Ni conservador ni liberal
La primera cuestión que atenderemos es por qué y cómo surge dicho impreso. El Imparcial nació el 1 de agosto de 1882, con el Lic. Victoriano Agüeros como redactor en jefe y responsable. Su subtítulo era “Diario político, religioso, de ciencias y literatura”; el editor y propietario era el poblano Joaquín Guerra y Valle (1835-1903), quien también se encargaba de la administración. El periódico salía de la Imprenta y Litografía de la Biblioteca de Jurisprudencia, taller tipográfico que editó libros enfocados principalmente en cuestiones jurídicas y católicas, así como textos educativos, literarios e históricos.
Como se aprecia, Agüeros tenía una cercanía profesional –desde el ámbito de la abogacía– e ideológica –desde el catolicismo– con el trabajo de la imprenta de la Biblioteca de Jurisprudencia. En cuanto al título de El Imparcial, no era el primero en México con ese nombre. Desde el lejano 1837, en la capital del país, José Justo Gómez de la Cortina y Guillermo Prieto habían dado a la luz un bisemanal con dicho nombre, de vida efímera. Ya en la década de 1870 surgieron varios con igual título, incluso en el ámbito español. Y, por supuesto, después de El Imparcial de Agüeros hubo otros más, de los cuales el más famoso fue el fundado por Rafael Reyes Spíndola en 1896.
Con el nombre de su diario, Agüeros buscaba alejarse del combate entre liberalismo y conservadurismo, así como de los grupos políticos e intelectuales que, bajo la sombra de dichas ideologías, se enfrentaban en la esfera pública a través de la prensa. Situarse como “imparcial” dentro de las publicaciones periódicas mexicanas le permitía no circunscribirse plena e incondicionalmente a un bando y, en cambio, abandonar las etiquetas y tomar lo conveniente de ambos universos ideológicos; en suma, proyectar su propuesta moderada y conciliadora, por lo menos en teoría.
Pese a lo anterior, El Imparcial también marcó una ruptura con lo que Agüeros había evitado hasta ese momento: intervenir en cuestiones políticas. Definir al diario, en primer término, como político da idea de sus intenciones al dirigir el impreso, pues su labor periodística anterior se había centrado solamente en lo literario, lo religioso y lo social. Entrar en el ámbito político era un gran salto y algo que determinaría el devenir de su trayectoria y de sus proyectos editoriales, pues si bien se decía “imparcial” (una postura política en sí misma), no dejaba de lado la lucha en la arena del poder.
De hecho, en el programa publicado en su número inicial destacan dos cuestiones: la religión y la política. Lo primero que resalta es su idea del periodismo, al que veía como un “augusto sacerdocio” al que debía guiar la verdad, además de tomar en cuenta “las inspiraciones del bien y las exigencias de la civilización y el progreso”, con lo que podría llevar “un grano de arena al gran edificio del bienestar y perfeccionamiento social”. Por lo tanto, se proponía examinar los asuntos de seria importancia para la sociedad y, obedeciendo a su corazón y siguiendo el sentir del espíritu público, dar predilección a las cuestiones religiosas, pues “la inmensa mayoría de nuestro país es católica, ¿quién podrá negarlo?”.
Si bien El Imparcial aceptaba que el sentimiento religioso había cambiado en los últimos años, apuntaba que la sociedad mexicana había sido formada desde la cuna en la “bienhechora influencia de las ideas piadosas, crecida y desarrollada con aquel espíritu de fe que engrandece al hombre y eleva los pueblos”; por ello, seguía acudiendo a la religión en busca de consuelo, de abnegación y fortaleza para resistir las tribulaciones. En suma: los mexicanos amaban al catolicismo “con el doble amor con que se ama a una madre que sufre”.
Ante ese escenario, se proponía no sólo acatar, respetar y ensalzar el sentimiento religioso, “fuente de todo progreso y todo bienestar”, sino defenderlo, en tanto que esto lo consideraba un deber sagrado, incluso para los escritores públicos, “quienes se hallan con la obligación de respetar y defender lo que la sociedad para quien escriben ama y practica”. En este sentido, buscaba restablecer “la verdad a sus quicios, cuando alguno quiera extraviarla o adulterarla; pondremos en claro las doctrinas y preceptos que la Iglesia enseña a sus hijos, y que parecen ir olvidándose más y más cada día en el mundo; y excitaremos, por último, a los que afectan dudar del triunfo definitivo de tan noble causa”. Esta postura era, sin duda, una respuesta a diversos cambios y situaciones, recientes y no tanto, que se habían manifestado tanto a nivel internacional como nacional en el mundo atlántico.
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