No fue hasta el siglo XX que Inglaterra y Francia, enemigos declarados e irreconciliables durante cuatrocientos años, se vieron forzados a formar un frente común para evitar que Alemania se apoderara de Europa. Desde la Guerra de los Cien Años iniciada en el siglo XIV, pasando por las distintas alianzas contra los Borbón y contra Napoleón, a lo largo de esos siglos Inglaterra consideró a Francia y España sus principales contrincantes políticas y comerciales. Como resabios de tales pugnas, aún hoy los ingleses no aceptan el sistema métrico decimal, manejan los automóviles por la izquierda y se niegan a formar parte de la Unión Europea.
No debemos olvidar, sin embargo, que antes del siglo XIV las dos monarquías habían estado muy vinculadas, aun antes de la conquista de una parte de la isla por Guillermo de Normandía en 1066. Desde entonces sus reyes y reinas estuvieron emparentados y la presencia francesa en la corte de Enrique II Plantagenet dejó en la lengua inglesa un alto porcentaje de vocablos. Al mismo tiempo que se consolidaban tales intercambios, se iban gestando sus rasgos diferenciadores afianzados en sus tradiciones folclóricas y religiosas.
Antes de la reforma anglicana, promovida por Enrique VIII en Inglaterra, ambos países eran profundamente católicos: la isla británica tenía en sus varios reyes santos un importante símbolo identitario conformador de su nacionalidad; Francia, en cambio, sólo vio canonizado a uno de sus reyes. Junto a algunos de esos monarcas considerados santos por haber muerto como mártires (ver Relatos e Historias en México, núm. 188), la Iglesia católica comenzó también a canonizar a aquellos reyes que llamó “confesores” por haber llevado una vida santa “confesando” la fe en Jesucristo. Dos de ellos gobernaron respectivamente sobre Inglaterra y Francia, reinos cuyas historias se entrelazaron entre contiendas bélicas y fuertes lazos familiares.
San Eduardo el Confesor y la tradición anglonormanda
Antes de la unificación territorial que trajo consigo la conquista normanda de Inglaterra, el territorio estaba fragmentado en siete reinos que luchaban entre sí por la supremacía; varios de ellos habían caído bajo el dominio de los vikingos que, desde el siglo IX ocuparon extensas regiones de la isla. El monarca danés Sven había obligado al rey anglosajón Ethelred a huir con su familia a Normandía, la tierra de su esposa Ema, hija del duque Ricardo II. Uno de sus hijos, el pequeño Eduardo, que tenía entonces diez años, creció en la corte normanda donde, según sus hagiógrafos, alimentó su fe y mostró los primeros signos de santidad. Bajo la protección de su tío Ricardo, el futuro rey santo vivió ahí hasta 1042, año en que ocupó el trono de Inglaterra en medio de luchas intestinas entre los señores daneses y anglosajones de los distintos reinos y el acoso de galeses y escoceses en las fronteras.
Por sus vínculos normandos, Eduardo incorporó a su corte a algunos de sus amigos, entre ellos su consejero Roberto, abad de la abadía francesa de Jumièges, a quien nombró obispo de Londres en 1043 y arzobispo de Canterbury en 1051. La presencia de esos normandos provocó el resentimiento del más poderoso señor de Inglaterra, Godwine, el conde de Wessex; para congraciarse con él, Eduardo se casó con su hija Edith en 1045. Pero su suegro continuó atacándolo por lo que, con la ayuda del conde de Mercia, el joven rey logró exiliarlo amenazando con declarar una guerra civil. Por ello en 1052, presionado por los nobles, permitió el regreso de Godwine y sus hijos, sus tierras le fueron devueltas y muchos de los normandos favoritos de Eduardo fueron exiliados.
En su política exterior Eduardo no fue tan pacifista. Para castigar las incursiones de los galeses, en 1053 ordenó el asesinato de Rhys ap Rhydderch, príncipe del sur galés, cuya cabeza le fue entregada en la corte de Londres. En 1054, Eduardo envió a Escocia una invasión para derrocar a Macbeth, quien había usurpado el trono. Cuatro años después Malcolm, aliado del rey inglés, mató a Macbeth en una batalla y recuperó la Corona de Escocia. Poco antes de su muerte sin descendencia, Eduardo prometió entregar la Corona de Inglaterra a su primo, Guillermo, duque de Normandía. Pero después nombró a su cuñado Harold Godwine, como su sucesor; esto fue el pretexto para que Guillermo invadiera la isla e impusiera en ella el dominio normando unos meses después de la muerte de Eduardo, el 4 de enero 1066.
El santo rey fue enterrado en la abadía de Westminster (el monasterio del oeste), que él había fundado en una antigua ermita dedicada a san Pedro (pues el otro monasterio de Londres, el del este, estaba dedicado a san Pablo). A partir de ahí comenzó a elaborarse su leyenda fijada en 1163 por el cisterciense francés Aelredo de Rievaulx; en ella se decía que el rey había regalado un anillo a san Juan Evangelista que se le mostró como mendigo; la joya le fue restituida al rey siete años después por un peregrino que venía de Palestina y a quien el mismo san Juan se lo había entregado. En Westminster se veneraba ese anillo como una reliquia que había estado siete años en el paraíso. Eduardo no tuvo hijos con Edith, por lo cual sus hagiógrafos consideraron que el matrimonio había hecho voto de castidad, tema recurrente que tenía como modelo a la Sagrada Familia.
La difusión de la leyenda de san Eduardo recibió un gran impulso bajo el reinado de Enrique II, quien se sentía su heredero, pues unía en su persona las casas reales sajona y normanda. Este rey inició en Inglaterra una campaña de difusión de la imagen de san Eduardo como un hombre santo, casto, fundador de monasterios y devoto, cuyas reliquias hacían curaciones. En un momento de gran tensión entre Enrique II y el papa Alejandro III, causada por las políticas anticlericales de aquel dirigidas a quitar la inmunidad judicial a los clérigos, se llevó a cabo en Roma la canonización del rey san Eduardo en 1161.
Con este gesto de buena voluntad el pontífice intentaba quizás lograr que el rey diera marcha atrás en sus pretensiones. Aunque el monarca organizó en 1163 una suntuosa ceremonia en la abadía de Westminster para celebrar la canonización, no cejó en sus intentos de reforma. Al año siguiente se emitía la Constitución de Clarendon (1164), por la cual el clero quedaba sujeto a los tribunales del rey. Poco después el arzobispo de Canterbury, Thomas Becket, uno de los principales promotores del proceso de san Eduardo y aliado del papa en contra de las políticas del monarca, era asesinado en 1170. La acusación que recayó sobre el rey y la casi inmediata canonización del arzobispo como mártir en 1173 por el mismo Alejandro III, estuvieron relacionadas con las pugnas entre este papa y Enrique II (ver Relatos e Historias en México, núm. 157).
Con su canonización, san Eduardo se convirtió en el patrono de la casa real inglesa y con su nombre fueron bautizados varios de sus monarcas, aunque paradójicamente un Eduardo, el tercero, cambió dicho patronazgo por el de san Jorge en 1351. Esto sucedía durante la Guerra de los Cien Años y este acontecimiento, unido a la Reforma protestante, determinó que, fuera de Inglaterra, la presencia simbólica de san Eduardo tuviera escasa relevancia en el mundo católico; algo muy distinto fue lo que sucedió con el santo rey francés.
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