“¡Qué bueno sería quemar a Puebla!”, escribió Ignacio Zaragoza, y no en balde, en una carta a Benito Juárez el 9 de mayo de 1862. A pesar de que cuatro días antes esta ciudad había servido de manera efectiva como campo de batalla, una parte de su población, desde vecinos adinerados hasta clases populares, había esperado recibir al ejército francés con los brazos abiertos. Los días previos a la batalla de Puebla, al tiempo que Zaragoza empeñaba sus esfuerzos en organizar la defensa, grupos de vecinos en las calles, despreocupados y a plena luz del día, cantaban coplas a favor de la intervención, decoraban sus casas con la bandera de Francia y
corrían la voz de que la ciudad caería en menos de una hora. Hasta entre los funcionarios públicos había una cantidad considerable de conservadores, por lo que muchos de ellos dejaron acéfalas las oficinas y se escondieron para desobedecer la orden de servir en el ejército de Oriente. Consciente del peligro que representaban los conspiradores poblanos, Zaragoza los llamó la “quinta columna” del ejército francés, de la que se tuvo que cuidar al tiempo que la ciudad era atacada. Después de la batalla, en la citada carta a Juárez, se lamentó de que los poblanos no le prestaban dinero y de que estuvieran “de luto por el acontecimiento del día 5”. “Esta gente es mala en lo general –agregó– y sobre todo muy indolente y egoísta […]. Esto es triste decirlo, pero es una realidad lamentable”.
Lo que Zaragoza podía saber sobre los conspiradores de Puebla era, sin embargo, tan sólo la punta del iceberg. Estaban en comunicación con el ejército francés y con el general Leonardo Márquez, quien se hallaba en Izúcar con las fuerzas conservadoras, y tenían una amplia red de colaboradores que se extendía por la ciudad de México, el Bajío y Veracruz. Un ingeniero poblano, posiblemente el conservador Pascual Almazán, quien después formaría parte del gabinete de Maximiliano, se presentó en Amozoc un día antes del ataque a Puebla para revelar al general Charles de Lorencez los puntos débiles del cerro de Guadalupe. Asimismo, al interior de la ciudad, los conspiradores estaban íntimamente comunicados a través de una intrincada red de túneles y pasadizos que conectaban las casas y que pretendieron usar, poco antes de la batalla de Puebla, para preparar una recepción digna al ejército francés.
Entre pasadizos y túneles: la conspiración poblana
En la manzana de la calle de los Mesones, conocida desde el siglo XVIII como una “de las que goza [de las] mejores casas de toda la Puebla” y que actualmente se ubica entre las calles 8 oriente y 2 y 4 norte, los muros interiores de todas las viviendas fueron perforados para abrir comunicación privada. En una de estas casas, propiedad de la familia Rangel, se preparó el 5 de mayo un suntuoso banquete de “viandas enteramente nacionales” con el que se esperaba obsequiar, ese día o al siguiente, a Lorencez, Juan N. Almonte, Antonio Haro y Tamariz, el padre Francisco Javier Miranda y a las figuras representativas del ejército francés. El comedor de la casona de los Rangel, “espléndidamente adornado”, fue engalanado con abundantes platillos típicos, entre los que figuraban mole de guajolote, chiles rellenos, tamales, envueltos, tortillas y pulque. En una de las recámaras más recónditas, tras un guardarropa de madera rosa, los conspiradores excavaron un túnel que conectaba con la iglesia del orfanato de san Cristóbal, administrado por las hermanas de la caridad, en la manzana vecina, que a su vez estaba interconectado con muchas otras
casas y túneles.
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