A pesar del regateo inicial de Estados Unidos a reconocer al gobierno de Álvaro Obregón, entre 1923 y 1924 le otorgó ayuda diplomática, empresarial, sindical y militar para aplastar a la rebelión del expresidente Adolfo de la Huerta.
La agenda internacional de Mr. Coolidge
Washington, D. C., 6 de diciembre de 1923. El presidente Calvin Coolidge pronuncia, con su típico tañido nasal, su primer mensaje anual desde que asumiera el máximo cargo debido a la muerte de su antecesor, Warren G. Harding. En la sección dedicada a los asuntos internacionales, refrenda un principio cardinal en política exterior: “Ocuparnos de nuestros asuntos, conservar nuestra fortaleza y proteger los intereses de nuestros ciudadanos”.
Al momento de pronunciar su alocución, la agenda internacional de Mr. Coolidge estaba compuesta por la Conferencia de Washington y los tratados derivados en materia de armamento naval y de seguridad en la región Asia-Pacífico, signados por la Unión Americana, el Imperio británico, Francia, Italia y Japón; la tirantez con la Rusia soviética; la creciente penetración soviética en China, y un plan para reestructurar la deuda externa de Alemania, donde un “predicador de cervecería” llamado Adolf Hitler había fracasado en su Putsch (golpe de Estado, en alemán).
En cuanto a su vecino del sur, México, la agenda era alentadora: por un lado, el Tratado De la Huerta-Lamont, el cual acordaba los términos entre los acreedores internacionales y México; por otro, los Tratados de Bucareli como reconocimiento al gobierno de Álvaro Obregón a cambio de la no retroactividad del artículo 27 constitucional, referente a la propiedad de los recursos naturales, en especial de los del subsuelo, como el petróleo.
La postura de Wall Street
Al día siguiente, pero a miles de kilómetros de distancia, en el puerto de Veracruz, el exsecretario de Hacienda Adolfo de la Huerta se asumió como jefe “del movimiento libertario” que agrupaba los elementos civiles y militares opuestos a que Plutarco Elías Calles fuera el sucesor de Álvaro Obregón. Cuando las noticias de la rebelión en México se conocieron en Nueva York, el presidente del Comité Internacional de Banqueros, Thomas W. Lamont, quien había negociado el pago del servicio de los débitos con De la Huerta, se decepcionó, pues consideraba a su antiguo interlocutor como “una fuerza moderada y liberal” en la política nacional.
Por lo tanto, Lamont convocó, el 8 de diciembre, a una conferencia de prensa en la cual declaró que México, al cumplir con sus obligaciones financieras, señalaba su “restauración a la familia de las naciones” y que, a pesar de la turbulencia política, “todo el gobierno de México ha mostrado su determinación” de cumplir con lo pactado. De esta manera, Wall Street, en voz de Lamont, mostraba su respaldo al gobierno de Álvaro Obregón.
Ofensiva diplomática
Respecto a Estados Unidos, De la Huerta tenía tres objetivos: primero, exponer su postura ante la opinión pública de ese país; segundo, obtener armas y equipo; tercero, reclutar pilotos para que volaran las cuatro aeronaves de la fuerza aérea rebelde.
Para lograr el primer designio, nombró a Juan Manuel Álvarez del Castillo como su agente confidencial en Washington, D. C., en donde fue apoyado momentáneamente por Martín Luis Guzmán. Luego, Enrique Seldner fue nombrado cónsul en Nueva York y tuvo la misión de aprobar todos los embarques destinados a los territorios controlados por los sublevados.
Un caso particular fue el nombramiento de Teodoro Frezieres como cónsul en Nueva Orleans, debido a que una gran parte de las mercancías estadounidenses exportadas desde ahí tenían como destino Veracruz, el fulcro de los rebeldes; el trabajo de Frezieres era emitir la factura consular necesaria y cobrar los aranceles correspondientes.
Esta situación representó un problema para el gobierno de Obregón, que tenía como cónsul en esa ciudad a Arturo M. Elías, quien reclamaba que la certificación de la factura consular tenía que ser tramitada ante él. Para evitar la confusión, el gobierno estadounidense permitió que los transportistas determinaran con cuál facción deseaban tratar. Por lo general, los transportistas tendían a tramitar con el consulado que tenía control de facto del puerto a donde enviarían las mercancías, es decir, el del bando rebelde.
En cuanto al segundo objetivo, Froilán C. Manjarrez fue enviado para comprar munición en Cuba y Estados Unidos. Igualmente, el general Enrique Estrada, líder delahuertista en la región centro-occidente de México, comisionó al doctor Cutberto Hidalgo para comprar municiones.
Por otro lado, la Secretaría de Guerra mexicana, aconsejada por el Departamento de Estado de la Unión Americana, prohibió que pilotos estadounidenses se enrolaran en las fuerzas delahuertistas.
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