La situación en los barcos era difícil, pues los bastimentos y el agua potable escaseaban y del centenar de caballos que traía la expedición sólo quedaban 42, tan flacos y hambrientos como sus dueños. Por ser esclavo, Estebanico recibía una porción mínima de la ración de su amo, pero para su fortuna se toparon con una isla, situada a la entrada de una bahía (en la actual Tampa), donde los indios que la habitaban los proveyeron de pescado y de algunos pedazos de carne de venado. Al día siguiente, el Viernes Santo, el gobernador desembarcó en la costa con muchos de sus hombres, entre ellos Dorantes y Estebanico, y al acercarse a las casas que habían visto de lejos las hallaron abandonadas, pues la gente, temerosa de los extraños, había huido aquella noche en sus canoas. Frente a un poblado vacío y un contingente de españoles, el gobernador levantó los pendones del rey y tomó posesión de la tierra en nombre de Su Majestad.
Ante el poco atractivo de la región, la flota continuó su recorrido por la costa del golfo, hacia el río Pánuco, el único referente conocido que según los “experimentados” pilotos debía estar como a “diez o quince leguas” (¡¡cuarenta o sesenta kilómetros!!). Al llegar a una bahía donde había un poblado (cerca del actual Tallahassee), el gobernador ordenó el desembarco de varios hombres de su confianza, entre quienes estaban el comisario franciscano fray Juan Suárez, un cacique de Tezcoco (don Pedro) que venía con él, Núñez Cabeza de Vaca, Dorantes y su esclavo.
Los indios los recibieron de buen grado, les dieron comida y los hospedaron en una casa. Allí hallaron muchas cajas, de las utilizadas por los mercaderes de Castilla, que contenían cadáveres momificados cubiertos con cueros de venado pintados. Había también pedazos de lienzo, penachos de plumas ricas que (según don Pedro) parecían de la Nueva España y algunos objetos de oro. Los españoles preguntaron a los indios de dónde venían aquellas cosas y ellos apuntaron hacia el norte, mencionaron el nombre de Apalache y dieron a entender por señas que ahí había mucho de ese metal amarillo.
Al regresar al barco, Estebanico notó una gran alteración entre el gobernador Narváez (a quien todos conocían como “el tuerto”) y el capitán Álvar Núñez, quienes discutían alterados, gesticulaban, daban voces y llamaban al escribano para que asentara por escrito las decisiones tomadas. Cuando se enteró del asunto de la disputa, el esclavo ya iba caminando detrás del caballo de su amo, quien, junto a otros cuarenta jinetes, entre los que había varios frailes y clérigos, y 260 hombres a pie, se internó en el territorio, dejando al resto de los expedicionarios en los barcos. A pesar de que Cabeza de Vaca se había opuesto a tan poco razonable decisión, él también iba en el contingente, pues de no hacerlo hubiera sido deshonrado y acusado de cobardía.
Para conocer más de esta historia, adquiere nuestra edición 184 de febrero de 2024, disponible impresa o digital en nuestra tienda virtual, donde también puede suscribirse.