El propio fray Pedro de Gante, de cuya cercanía con los indios no podemos dudar, como no dudamos de su virtud y del esmero con que se dedicó a la educación indígena durante cincuenta años, se refirió a la actitud de los indios durante los primeros tiempos y dijo que estaban “como animales sin razón, indomables” y que “huían como salvajes de los frailes”.
Resulta algo chocante escuchar de fray Pedro estas expresiones; también las tuvo el benevolente fray Toribio de Benavente, Motolinía. Varios otros frailes combinaron su atención a los indígenas con castigos, azotes y algunos juicios severos.
La verdad es que cuesta trabajo imaginar que quienes habían estado sujetos a un régimen de educación bastante estricto durante siglos se hayan vuelto súbitamente “indomables” y “salvajes”, como no fuese que esa rebeldía formara parte de una reacción general contra la imposición de una cultura extraña. No es que rechazaran la educación institucional y a las autoridades que trataban de instruirlos porque carecieran de una cultura política, sino que no habían aceptado aún en su totalidad el nuevo orden. Este fenómeno nos conduce inevitablemente al terreno de la valoración del trabajo de los religiosos y sus tareas educativas.
Lo que sabemos acerca de fray Pedro de Gante, así como de Andrés de Olmos, de Motolinía, de fray Bernardino de Sahagún y de muchos otros frailes es, a menudo, lo que ellos mismos y sus hermanos de orden dejaron escrito. Suele tratarse, por lo tanto, de textos que destacan virtudes de los religiosos, como la dedicación al trabajo y el apego a los indios. Algunos esbozos biográficos, como los que hace fray Juan de Torquemada de los frailes que lo precedieron, están escritos en el estilo de las vidas de santos. Varios historiadores, hasta nuestros días, han hecho eco de esos relatos del tiempo glorioso de la evangelización (son ejemplares los casos de Ezequiel Chávez, Robert Ricard y Ernesto de la Torre Villar). Se tiende a exaltar las cualidades de los franciscanos tanto más cuanto contrastan con los hábitos mundanos de los encomenderos, sus excesos y abusos.
De fray Pedro de Gante, en particular, se han hecho siempre elogios y es difícil sustraerse a esa corriente cuando se conoce la información que tenemos en las fuentes, por escasa que sea. Era un hombre querido por los indios, apreciado por el emperador, respetado por las autoridades eclesiásticas y envidiado por algunos contemporáneos españoles, hasta el punto de haber sido víctima de una intriga en tiempo del arzobispo Alonso de Montúfar que le valió unos días de exilio en Tlaxcala, fuera del convento que siempre quiso habitar en la Ciudad de México.
Para la corriente de pensamiento que exalta la conquista y la colonización de México como una empresa civilizadora, como epopeya de la misión cristiana, fray Pedro fue como un héroe. Si mirásemos el asunto desde otro punto de vista, haciendo una crítica de la colonización y de la erosión de las culturas indígenas, tendríamos que reconocer que el paternalismo de religiosos como Gante no es sino una cara amable del proceso de sometimiento ideológico.
La hegemonía del nuevo pensamiento dominante se estableció gracias al vínculo paternal y la guía tenaz de los frailes. Ellos condujeron uno de los proyectos de transformación cultural más ambiciosos de la historia, e incluso lograron que una parte de la población indígena participara de su propia transformación con entusiasmo. Este asunto, que está en la base de nuestra identidad nacional, amerita mucha más reflexión.
Mientras tanto, creo que es posible una mirada algo menos apasionada sobre fray Pedro de Gante, o sobre lo que su obra significa. Las fuentes nos permiten saber que fue un hombre perseverante, de trabajo; un hombre del Renacimiento, un humanista. Tartamudo, no deseoso de reconocimientos públicos. Y, según los indicios, mucho más cercano a los indios que al resto de sus contemporáneos. Sirvió a los indios: sirvió a la vez al proyecto imperial de dominio del Nuevo Mundo.
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