Durante la etapa prehispánica, el pulque, octli o también llamado neutle, fue una bebida para los ancianos y para uso exclusivamente ritual. Después de haberse embriagado Quetzalcóatl con este líquido, la prohibición entre el pueblo mexica fue radical.
Con la llegada de los españoles, esta bebida embriagante se convirtió en más profana y, con el paso de los años, en un renglón eminentemente comercial, es decir, aquél líquido blanco se tornó en el color dorado del oro. A partir de este momento el pueblo vencido, ya enraizado en un mestizaje más pleno, empezó a crear toda una parafernalia cultural, independientemente a su ya definido carácter báquico.
La cultura del pulque inició su desarrollo popular con la intervención de la música, producto de la suspicacia indígena y también resultado del acrisolamiento hispano indígena. Otro factor determinante en esta culturización fue la culinaria, nuestra gastronomía híbrida de lácteos, aceite de oliva y carnes de cerdo y res, que en los hervores de los fogones del pueblo se sintetizaron en nuestro maravilloso arte cocineril, desde siempre fue parte fundamental del entorno.
Con el tiempo, la pulquería supo echar mano de todos los elementos históricos, sociales, religiosos y patrióticos que permeaban a la sociedad novohispana popular de aquellos tiempos; también en este ámbito se fraguó la presencia y destreza de pintores de brocha gorda y de artesanos de sublime capacidad creativa; de esta manera vemos en grabados y litografías de Linatti, Rugendas, Casimiro Castro y otros artistas de factura popular cómo la música y el baile se regodearon en estos locales, fijos o a veces improvisados, donde libaban hombro con hombro frailes, escribanos, soldados, cargadores y mujeres del bajo pueblo, escenas en las que visualmente también se describe la exquisitez de la comida compuesta de piernas y pechugas de pato en mole verde o adobo, o los consabidos molotes y las chalupitas de salsa con queso, cebolla y rabanito picado, “rociadas” con una buena medida de tlachicotón curado con piña, mandarina, tejocote o melón, según narra Guillermo Prieto en su obra Memorias de mis tiempos. Cuál y como era aquel ritual , describo más o menos: al fondo del galerón había es forma escalonada “castañitas” y pequeños barriles pintados con alegorías muy del pueblo; algunas estaban decoradas con motivos patrios, pero la mayoría tenía nombres femeninos, como por ejemplo: Carlota, La divina, María Apreciada, La guerrillera, etcétera.
Esta publicación es un fragmento del artículo “Las pulquerías, templos de la música y el arte popular” del autor Jesús Flores Escalante y se publicó íntegramente en la edición de Relatos e Historias en México, núm. 21.
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