Tras morir en España en 1547, la última voluntad de Hernán Cortés de depositar sus restos mortales en Nueva España fue una disposición más complicada de lo que él o sus descendientes hubiesen pensado. Esto finalmente pudo lograrse hasta el siglo XX.
El inicio de un largo andar
Su primer entierro fue en el sepulcro del duque de Medina Sidonia en el convento de las Jerónimas, muy cerca de Sevilla, promovido por su hijo Martín y por algunos amigos. Con la advertencia de que sería por poco tiempo mientras encontraba su tumba definitiva que por testamento él deseaba fuese en la Nueva España. Tuvo un segundo entierro, más modesto, debajo del altar de la capilla de Santa Catarina, de muy poca monta tratándose nada más y nada menos que del conquistador, entonces muy considerado.
El tercer entierro ocurrió ya de regreso en México, en San Francisco en Texcoco donde sus restos permanecieron hasta que fueron trasladados para su cuarto entierro al templo del convento de San Francisco, en la capital del virreinato, promovido por el virrey deseoso de que al morir su nieto Pedro Cortés, en 1629, estuviesen juntos. Sin embargo, vino luego el quinto entierro cuando ante el peligro de que fuera arrastrado por la gran inundación de la Ciudad de México, en ese año, provocada por una lluvia de cuarenta días y cuarenta noches como en el diluvio, fue trasladado a un lugar alto para su seguridad, aunque resultó más pobre.
Para su sexto entierro, sus descendientes, los marqueses del valle de Oaxaca, decidieron que fuese llevado al Hospital de Jesús el 2 de julio de 1744 por disposición del virrey, II conde de Revillagigedo. Se le marcó con un obelisco que sirvió de pedestal a su busto realizado en bronce dorado por Manuel Tolsá, el arquitecto, ingeniero y escultor realizador de muchos de los monumentos más prestigiosos del patrimonio mexicano.
No obstante, tuvo un séptimo entierro forzado por los tumultos de 1823, secuela de la independencia y, todo parece indicar que, por iniciativa de Lucas Alamán, fue trasladado a un lugar para que permaneciera oculto y así salvarlo de la exaltación nacionalista. Vale recordar que gracias a su intervención se logró preservar lo que desde 1822 el pueblo bautizó como el Caballito, otra de las grandes obras de Tolsá, dedicada a un rey que los mexicanos preferían olvidar como a tantos otros –y aunque conozco su nombre no lo escribiré por el respeto que me merece esa sabia decisión del pueblo–. Tuvo que ser ocultado en el patio de la Universidad Pontificia durante varios años hasta que fue sacado para marcar el inicio del Paseo de Bucareli en 1854; aunque la mayoría lo confundió con el Paseo de la Reforma, debido a los cambios urbanos producidos por el derrumbe de los edificios antiguos.
También corrió el rumor que debido al fragor independentista los restos de Cortés habían sido trasladados por una temporada a Palermo, en Italia; en realidad fue el busto de Tolsá el que fue llevado a ese destino, del que podría considerarse el fallido octavo entierro. Con tantas noticias al respecto, continuaron las especulaciones sobre el sitio en el que reposaban los restos del conquistador hasta lo sucedido ya en la segunda parte del siglo XX. Fue hasta entonces que se le dio la atención, quizás por lo experimentado en México después de la Revolución y la modernidad que permitían la conciliación con ese pasado de tan difícil manejo, así como consolidar la representación ideológica del mestizaje, como principio fundador del nacionalismo según los liberales.
Cuatrocientos años después…
Ya en 1946, el exiliado español Fernando Baeza y el historiador cubano Manuel Moreno Fraginaldo informaron a los historiadores Francisco de la Maza y Alberto María Carreño que tenían en su poder un documento encontrado en España en el cual se relataba el lugar del entierro del conquistador. Se trataba, como hasta entonces se supo, que Alamán había exhumado los restos que permanecían en el Hospital de Jesús y renovó la urna, las telas del interior y la hizo colocar del lado del Evangelio. Así lo dio a conocer en 1843 en el Documento del año de 1836, donde relató lo que había hecho con todas las señas del cenotafio y de sus contenidos. Se trataba de una constancia firmada por el provisor y vicario general de la Catedral de México, don Félix Osores, y por el padre Matías Monteagudo, así como por Basilio Arriaga, Juan Cenizo y un notario.
Habían pasado 110 años de haber sido escrito y con esa base solicitaron autorización a las autoridades para iniciar la búsqueda en el templo. Después de algunas calas durante noviembre, el noveno entierro fue descubierto. Mucha de esta información procede del historiador de arte Francisco de la Maza, quien formaba parte de la Sociedad de Estudios Cortesanos que se reunía en el Hospital de Jesús, de la cual formaban parte, entre otros, Manuel Toussaint, Justino Fernández, Edmundo O’Gorman, Salvador Toscano, José Rojas Garcidueñas y Rafael García Granados, quien entonces fungía como su presidente. Todos participaron en el análisis del entierro que finalmente fue descubierto el 28 de noviembre de 1946 y parece que al día siguiente fue Carreño quien acudió a comunicarle el hallazgo al secretario de Educación Pública, el licenciado Jaime Torres Bodet, como luego este lo narró en sus memorias.
Los restos fueron expuestos para ser analizados por el INAH que, auxiliado por expertos, debieron hacerse cargo para determinar si eran los verdaderos. Para lo cual permanecieron un buen tiempo en el despacho del Dr. Benjamín Trillo Meza, director del Hospital de Jesús, quien fue el primero que por una disposición del presidente Pascual Ortiz Rubio interrumpió la tradición de que fueran descendientes de Cortés quienes lo dirigieran. Todo terminó cuando el 9 de julio de 1947 el cenotafio fue de nuevo colocado con una placa metálica marcando en sitio: Hernán Cortés 1485-1547. El año coincidía con el cuatrocientos aniversario de su muerte.
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