Así fue la celebración del primer centenario de la consumación de la independencia en 1921.
En 2001 José Emilio Pacheco escribió un amplio artículo por el ochenta aniversario de la publicación del poema La suave Patria, del zacatecano Ramón López Velarde. Entre otras ideas, ponderó la condición política en que el general Álvaro Obregón llegó al poder en 1920: “se aprestaba a celebrar el centenario de la consumación de la Independencia y a inaugurar el sistema que duró hasta el 2000. Como Iturbide un siglo atrás, su genio táctico y estratégico había vencido a los ejércitos campesinos. Consciente de que un golpe militar y no un movimiento popular lo había llevado al poder, inventó que todas las rebeliones anteriores desembocaban en una sola a la que llamó Revolución mexicana”.
Bajo esa visión, hubo entonces la necesidad de que el caudillo creara, alimentara y dirigiera una política nacionalista de conciliación y desarrollo. Esta versión concuerda con la mayoría de las interpretaciones historiográficas y las crónicas literarias que han dado cuenta de la conmemoración del centenario de la consumación de la Independencia celebrado en septiembre de 1921, las cuales sugieren que, a diferencia de las conmemoraciones porfirianas de 1910, la decisión de llevarla a cabo, “aparentemente”, estuvo determinada por la precaria situación económica del país y las casi inexistentes relaciones internacionales con las naciones que, en el pasado, se habían consolidado como los principales socios comerciales de México, principalmente Estados Unidos.
Así, la economía quebrada, la enorme deuda externa, los rezagos y secuelas de poco más de diez años de guerra civil significaban un obstáculo para los esfuerzos por reconstruir el país, aunque un camino para lograr esto era obtener el reconocimiento de Estados Unidos y algunas naciones como Gran Bretaña, Francia, Bélgica, Italia y España, con el fin de reactivar el comercio exterior e interior, la inversión extranjera y un sistema de préstamos, entre otros aspectos.
Por el reconocimiento de Estados Unidos
Sin embargo, las casas bancarias, empresariales y comerciales del mundo estaban dubitativas respecto a invertir y contribuir con México mientras no lograra el reconocimiento oficial del país vecino del norte, que en esos momentos gozaba de fortaleza política, económica y geográfica debido a que, al finalizar la Primera Guerra Mundial, emergió como una potencia regional indiscutida, quedando México dentro su zona de determinación e influencia.
A pesar de sus esfuerzos diplomáticos, desde el inicio de su presidencia Obregón había recibido un Memorándum por parte de Estados Unidos en el que sentenciaba que antes de reconocer al nuevo gobierno “había que obligarlo a firmar un tratado internacional que diera todas las seguridades pedidas por Estados Unidos: la no afectación de los derechos adquiridos antes de mayo de 1917, la respuesta a las reclamaciones presentadas por ciudadanos estadounidenses mediante la creación de una Comisión Mixta que asignara montos y determinara las condiciones de pago; la reanudación del servicio de la deuda externa, así como garantizar la protección a la vida y a las propiedades de sus connacionales”. Aquel Memorándum se radicalizaría y cambiaría de nombre en los primeros meses de 1921 para convertirse, eufemísticamente, en “Tratado de Amistad y Comercio”.
Obregón respondió con una negativa terminante. Realizó varias declaraciones ante medios estadounidenses para dejar en claro que, por ningún motivo, iría en contra de los preceptos revolucionarios ni la soberanía nacional. El gobierno norteamericano vio aquella posición como una afrenta, aunque estaba seguro de que su par mexicano “doblaría las manos”, ya que sin su apoyo, “en el caso de una rebelión, los sonorenses no podrían avanzar en el fortalecimiento del sistema político; además, no podrían conseguir préstamos en el exterior para fomentar la reestructuración del sistema económico”. Las negociaciones se alargaron por más de un año; los resultados fueron infructuosos y México continuó en el marasmo económico y político. Y aun con todo y las celebraciones en puerta, el país fue incapaz de concretar el tan anhelado reconocimiento.
Ante esta situación, se ha dicho también que el presidente Obregón vio en las fiestas del centenario de la Independencia una oportunidad para crear un escenario y un aparador para mostrar al mundo un país civilizado, pacífico y en vías de desarrollo; por lo tanto, con todas las condiciones para invertir en él.
Esa teoría solo puede sostenerse en los límites de la especulación interpretativa. Quizá en algún momento se pudo considerar que las celebraciones conmemorativas abonarían a solucionar tal cuestión. Sin embargo, se debe asegurar categóricamente que el gobierno mexicano en esos momentos no pensaba en “fiestas”, pues intentaba solucionar una situación nacional extremadamente compleja, la cual estaría en vías de resolver exclusivamente a través de los canales diplomáticos, políticos y económicos. Por lo que aquellas celebraciones no habrían de ser consideradas, por lo menos formalmente, como parte de la solución a tal problemática.
La apropiación de los festejos
De hecho, no fue sino hasta abril de 1921 cuando, tardíamente, el gobierno decidió incorporarse a los festejos, sumándose a instituciones privadas, como los diarios de mayor circulación nacional, y posteriormente apropiándose de sus iniciativas para incorporarlas a su programaoficial. Es importante señalar que, desde principios de ese año, además de El Universal y Excélsior, algunas familias adineradas (de raigambre porfirista), la Iglesia católica, el gobierno municipal de Ciudad de México y algunos empresarios locales ya contaban con un programa propio de conmemoraciones, en los cuales no contemplaban la participación de la administración federal.
Ya imbuido en el tema celebratorio, el gobierno pretendió desarrollar un programa integral y ambicioso a nivel nacional, que incluía el tema de la educación como puntode despegue, en un marco nacionalista con intenciones de identificar los valores tradicionales y el sentido de “ser mexicano”.
Así, a partir de abril de 1921, los comités ejecutivo y organizador delevento, encabezados por Alberto J. Pani –secretario de Relaciones Exteriores–, Juan de Dios Bojórquez y Martín Luis Guzmán, enfilaron sus esfuerzos para concebir un marcode conmemoraciones centenarias, con sus asegunes, que podrían abonar a lograr el reconocimiento del gobierno estadounidense.
Aquel escenario debía dar cuenta de un país que se había “reinventado” a partir del triunfo revolucionario. Para ello, entre otras acciones, se contrató a periodistas locales y extranjeros con el fin de difundirla “riqueza nacional”; se invitó a artistas e intelectuales de México y otras latitudes para que contaran su experiencia en el país, entre ellos José Eustasio Rivera, escritor colombiano autor de La vorágine, y José María Vargas Vila, poeta modernistade ese mismo país y preferido de Obregón; el filólogo y periodista nacido en Dublín, E. J. Dillon, y los escritores Enrique González Martínez, de Chile, Rafael Heliodoro Valle, hondureño y recién radicado en México, así como el español Ramón del Valle-Inclán, “esforzado vanguardista”, vestigio de la generación del 98 y autor de la famosa obra literaria Tirano Banderas. Por último, se programó en todo el mes de septiembre una serie de celebraciones, las cuales, se advirtió desde el principio, serían de carácter “netamente popular”.
De esta manera, Obregón daba arranque a la aventura conmemorativa para exaltarse a sí mismo y demostrar la magnanimidad del triunfo revolucionario: tolerante e incluyente, por lo menos en el discurso, con las diferentes fuerzas políticas que componían el país. A diferencia de don Porfirio Díaz, los hombres del norte mexicano pretendieron incluir en dicho discurso a los sectores obreros y campesinos, y al pueblo en general, a través de confederaciones y sindicatos.
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Fiestas patrias y nacionalismo de Estado