Aparece la leyenda extraordinaria del otomí avecindado en Tlaxcala, de nombre Tlahuicole, héroe de vigor similar al de Aquiles en la gesta de la caída de Troya. Los tlaxcaltecas daban tierras a los otomíes a cambio de servicios mercenarios en las guerras y Tlahuicole fue un combatiente de extraordinaria fuerza física. Usaba un macuáhuitl o espada indígena de tamaño y peso que nadie más que él podía manejar. Un guerrero imponente, pues, en la batalla.
Fray Diego Durán de la orden de los dominicos nació en sevilla en 1537 y cuatro años más tarde llegó a la Nueva España, donde vivió y escribió su obra Historia de las Indias de Nueva España e islas de la Tierra Firme, que terminó en 1581. Al igual que fray Bernardino de Sahagún, Durán desarrolló labor de estudio de la cultura mexica que fue más allá de los propósitos limitados de conocer al otro con el objeto de cristianizarlo. De ese modo desarrolló una tarea propia de un etnógrafo.
¿Fue Durán un ser de una excepcional pero maliciosa sensibilidad promotora de asombrosos fenómenos o solo describió con un virtuosismo inusitado la verdad de aspectos culturales que la mentalidad occidental moderna es incapaz de comprender?
Entre los muchos temas que tocó, aparece la leyenda extraordinaria del otomí avecindado en Tlaxcala, de nombre Tlahuicole, héroe de vigor similar al de Aquiles en la gesta de la caída de Troya. Los tlaxcaltecas daban tierras a los otomíes a cambio de servicios mercenarios en las guerras y Tlahuicole fue un combatiente de extraordinaria fuerza física. Usaba un macuáhuitl o espada indígena de tamaño y peso que nadie más que él podía manejar. Un guerrero imponente, pues, en la batalla.
En la guerra de Huejotzingo, peleando contra los mexicas, cayó en una encrucijada que lo inmovilizó en el lodazal de un pantano, donde por fin mediante redes pudieron apresarlo y fue conducido fuertemente custodiado hasta México-Tenochtitlan. Allí lo sometieron de inmediato a la prueba del sacrificio gladiatorio. Sobre una gran plataforma de piedra circular, con argolla central para ser atado al tobillo, lo dotaron de un palo sin filos de obsidiana para su defensa, frente a contrincantes con armas normales. Peleó con el primero y lo venció al instante. Y tuvo que combatir contra veinte contrincantes a los cuales dejó tendidos al suelo.
La hazaña nunca había ocurrido en tal rito y por ese prodigio fue llevado ante el tlatoani del reino, Moctezuma Xocoyotzin. Tal ocurría tres años antes de la conquista de México, cuando Tlahuicole cumplía veintiuno. El tlatoani que era así mismo un gran guerrero, como era requisito de su rango, contempló al héroe, se informó de sus hazañas y por admiración y reverencia le ofreció la libertad para que regresara a Tlaxcala. Pero el gran guerrero declinó: no podía volver a su tierra, pues regresando en vida habría sido considerado un traidor. Creció el asombro de Moctezuma y entonces le ofreció dirigir un importante combate, pronto a realizarse, contra el reino purépecha de Michoacán. La acción de Tlahuicole ya como un general azteca fue un éxito rotundo. Regresó portando consigo a doce principales de aquel reino, tomados por él mismo como prisioneros, para ser llevados al sacrificio de los enemigos, usual en el rito en Templo Mayor y frente a Huitzilopochtli, dios de la guerra.
La ciudad lo recibió con los máximos honores a un guerrero, como no se tenía conocimiento en la historia del reino. Y de nuevo el tlatoani lo hizo acudir a palacio. En el Salón de la Oscuridad, donde el tlatoani decidía sus más importantes asuntos, ofreció de nuevo la libertad para el combatiente, pero Tlahuicole volvió a declinar: “Señor, señor, mi gran señor, no tengo interés de permanecer en ningún otro reino y tampoco quiero quedarme en este. Mi destino se ha cumplido y no tengo otro camino que el sacrificio que me transporte, como guerrero muerto en batalla, al paraíso de Tláloc”.
En Moctezuma aumentó la curiosidad y la admiración por el héroe invicto, y le concedió que previo al sacrificio pasara tiempo de delicias, que fuera atendido en el reino como un príncipe verdadero. Lo que pidiera le sería cumplido sin reparos, así fuera desmesurado su deseo y viviría halagado y en grandes banquetes y placeres. Tlahuicole solo pidió que el reino recibiera a Ilancuéitl para su compañía, la mujer que estimaba, de cuya presencia se había privado debido a las guerras y ello había sido la causa mayor de su inquietud. El rostro del tlatoani se iluminó; nunca había oído hablar de alguien con tal fervor, a sabiendas de su inminente final en el sacrificio. Entonces hizo venir a la mujer al lado del guerrero para sus noches en la ciudad de Tenochtitlan.
Los principales del reino también se admiraban por el ardor del héroe. Según las costumbres, en los trajines de guerra no era usual que un hombre tuviera tal devoción por una mujer, sabiendo que por orden de Moctezuma, y por tradición, al vencedor le correspondía escoger cuatro vírgenes de gran belleza y refinada educación para su compañía, esposas previas a su partida hacia el Mictlán, por las nueve etapas del inframundo. Pero Tlahuicole declinó de tales compañías para estar al lado de su mujer.
Pasaron los días felices. Los grandes festejos, las danzas, los placeres en los banquetes convidados por los grandes señores y con la participación de los más venerados cantores de los poemas de guerra y del alma de los grandes espíritus. Para la fiesta de Tóxcatl, celebrada a principios de abril, se organizó en su honor un convivio y banquete superior adornado con las más preciadas danzas y areitos de las jóvenes del reino. A la mesa del festejo y rodeado de grandes figuras de guerreros águilas y tigres, sacerdotes y principales, sirvieron las viandas. A Tlahuicole y a nadie más le habían preparado un potaje único, que solo se hacía en los festines excepcionales, ambrosía que el degustó con placer. En efecto, la calidad del guiso era incomparable.
Terminado el festejo y horas antes de su preparación para el rito del sacrificio donde él sería la víctima, quiso consultar con las cocineras acerca del reservado platillo que le ofrecieran. Y recibió la respuesta sobre el manjar degustado: había sido cocido y sazonado con “la natura de su mujer.”
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Antiguos héroes indígenas