El filósofo e historiador que cambió la manera de ver el mundo prehispánico
Entre 1974 y 1975, Miguel León-Portilla fue cronista de Ciudad de México. Años después, cuando ese cargo dejó paso al Consejo de la Crónica, fue integrado como uno de sus miembros fundadores. La vida de don Miguel estuvo vinculada siempre a esta ciudad. Aquí murió, el 1 de octubre pasado.
Los León vivieron en esta misma capital al menos desde el siglo XVIII. Saturnino León Castro fue bautizado en el Sagrario Metropolitano mientras las batallas entre insurgentes y las tropas virreinales resonaban a las afueras de la ciudad. Se trataba de una familia reconocida y bien relacionada con la alta sociedad capitalina, aunque no formara parte de los ricos de entonces.
Gil, el hijo de Saturnino, sería notario y tendría clientes tan importantes como Ignacio Torres Adalid. Entre sus ocho descendientes se contaba Margarita, quien casó con Manuel Gamio, un joven educado en la Escuela Nacional Preparatoria y la Universidad de Columbia que introdujo en México algunas de las principales propuestas de la antropología moderna. El segundo hijo de don Gil, Miguel, contrajo matrimonio con María Luisa Portilla Nájera.
AÑOS DE FORMACIÓN
Miguel Luis León y Portilla nació el 22 de febrero de 1926 y vivió en la colonia San Rafael de la capital. Los dioses, las circunstancias o el destino propiciaron que se reunieran, por lo menos, tres elementos que contribuyeron a su formación. Primero, en un México lleno de desigualdades y marginación, nació en una familia que, sin pertenecer a la clase dominante del país (ni a la del Porfiriato ni a la nueva que se estaba formando tras la Revolución), tenía una posición social acomodada, debida fundamentalmente al trabajo profesional que desempeñaban sus integrantes, con vínculos sociales importantes, como el de su tío Manuel Gamio, con quien iba a visitar desde niño las zonas arqueológicas de Cuicuilco o Teotihuacan.
En segundo lugar, México estaba entrando en un proceso de construcción de instituciones que daban impulso al desarrollo científico y humanístico. El Instituto Nacional de Antropología e Historia, la Universidad Nacional Autónoma de México, la Secretaría de Educación Pública, entre otras, recibieron el respaldo de un Estado que asumía un compromiso con la educación y la cultura, pero que también estaba interesado en que se construyera un relato de la historia que incluyera a toda la sociedad.
En tercer lugar, el aspecto menos objetivo: Miguel Luis era un niño extraño. Un niño que en la primaria contradijo a su profesor que creía que Baja California era parte de Estados Unidos y en la secundaria estaba más interesado en la filosofía que en otras cosas. Tal vez el carácter conservador y católico de su familia pueden ayudar a explicar tal predilección, pero se trató de un rasgo de la personalidad que le fue propio. Después de todo, Miguel León-Portilla solo hubo uno.
Esa inclinación filosófica lo condujo a estudiar en el Loyola College de Los Ángeles. No estoy seguro de ello, pero probablemente fue entonces cuando agregó un guion entre sus dos apellidos, para evitar que su nombre quedara reducido a Miguel L. Portilla.
Allá aprendió griego y latín. Leyó a los clásicos de la Antigüedad europea. Estudió filosofía y teología. Aprendió historia y geografía, y también historia de la geografía. Sus intereses lo condujeron al estudio de la moral y, así, finalmente, decidió centrar su atención en la filosofía de Henri Bergson.
Antes de volver a México, conoció algunas de las traducciones que el padre Ángel María Garibay publicó de poesía y épica náhuatl. Podría parecer que el tema resultaba muy diferente a los que hasta entonces lo desvelaban, pero bien visto, no era así. La moral seguía siendo norte de su reflexión. Así que pidió a su tío Gamio que lo pusiera en contacto con Garibay.
LA FILOSOFÍA Y LOS VENCIDOS
En 1952 volvió a México. De inmediato, se entrevistó con don Ángel María. Como desconocía el náhuatl, se inscribió en la Facultad de Filosofía y Letras para aprenderlo. Así como no puede estudiarse la filosofía clásica sin el dominio de griego y latín, tampoco se podía adentrar en el pensamiento náhuatl sin entender ese idioma.
Pese a las reticencias del director de la Facultad, el filósofo neokantiano Francisco Larroyo, pudo inscribirse en el doctorado. No fue fácil hacer la tesis, y no solo por la investigación y la factura de esta, sino por las dudas que ocasionaba entre quienes serían sus sinodales. Hallar filosofía en el pensamiento náhuatl prehispánico parecía una locura. Como bien señaló León-Portilla, Gamio contribuyó a que el director de la Facultad y el secretario general, Juan Hernández Luna, dieran su brazo a torcer, aunque al parecer no se la pusieron fácil en el examen de grado.
La tesis, La filosofía náhuatl estudiada en sus fuentes, resultó una revolución. Hasta entonces, la época prehispánica había sido estudiada desde la atalaya de una civilización que se imagina superior. Esa investigación no era sobre el pensamiento náhuatl ni sobre la cultura náhuatl, sino sobre la filosofía.
El libro apareció publicado en 1956 en el Instituto Indigenista Interamericano, dirigido por Gamio. Esto le abrió las puertas no solo del público mexicano, sino del de otros países, a tal grado que en casi dos años apareció la versión en ruso de aquella obra. Las ediciones en inglés y francés serían las siguientes.
Miguel contó con dos ángeles tutelares en aquella época. El primero, Ángel María Garibay, con quien fundó un Seminario de Cultura Náhuatl que funciona hasta ahora. De ahí nació el proyecto de reunir las voces de aquellos que fueron derrotados en la conquista. La visión de los vencidos, de 1959, proyectó el genio de León-Portilla más allá de los medios académicos. Sin duda, es el libro de historia mexicano más leído y su autor el historiador académico más reconocido por el público general.
El segundo ángel fue su tío Gamio. Director del Instituto Indigenista Interamericano, nombró a Miguel como secretario. En julio de 1960, cuando murió, el todavía joven León-Portilla lo sustituyó en el cargo. Empezó así una carrera que ya no es fácil de encontrar: la del académico que, sin abandonar sus labores de investigación y escritura, realiza labores administrativas, y en ambos campos destaca por su buen trabajo.
EN LA UNIVERSIDAD NACIONAL
En 1963, el rector de la Universidad Nacional, Ignacio Chávez, nombró a León-Portilla director del Instituto de Historia. Su paso por ese centro fue muy renovador. Estableció la sección de Antropología, de donde saldría el Instituto de Investigaciones Antropológicas.
Gracias a la organización del Congreso Internacional de Americanistas, conoció a Ascensión Hernández Triviño, una joven lingüista extremeña que lo acompañó hasta el final de sus días.
Fue cronista de Ciudad de México y miembro de la Junta de Gobierno de la UNAM, así como fundador y editor de Estudios de Cultura Náhuatl, una publicación periódica en la que han aparecido algunas contribuciones fundamentales, elaboradas por autores de todas partes del mundo.
EL QUINTO CENTENARIO
Ni siquiera cuando fue nombrado embajador de México ante la UNESCO disminuyó su productividad académica. Los finales de la década de 1980 le sirvieron –en el plano público– para promover una propuesta más incluyente del proceso de descubrimiento y conquista, cuyo quinto centenario estaba por conmemorarse: el encuentro de dos mundos.
Se recuerda que, desde una perspectiva filosófica, Edmundo O’Gorman rebatió la proposición de León-Portilla, y también que hubo varios grupos que mostraron descontento con una interpretación que excluía el victimismo; pero es innegable que la tesis del encuentro de dos mundos resultaba perfectamente coherente con la perspectiva que desde La filosofía náhuatl sostenía su autor: las culturas americanas originarias eran diferentes a las del antiguo mundo, pero iguales en cuanto a complejidad y desarrollo.
En esos años, León-Portilla también dedicó esfuerzos al estudio de Bernardino de Sahagún, que condujeron a la publicación de varios artículos y libros sobre la obra del fraile a quien consideró el primer antropólogo. Tal vez estos trabajos ya no tienen el impacto público de Visión de los vencidos, pero las contribuciones que Miguel hizo con el fin de comprender la titánica labor de aquel misionero son consideradas fundamentales para el entendimiento del humanismo del siglo XVI. Además, cuando se acercaba a los noventa años, organizó a discípulos, amigos y colegas para traducir el Códice Florentino.
ACTIVISTA POR LA DIVERSIDAD
Dos años después de la conmemoración del Quinto Centenario, las comunidades indígenas de Chiapas levantaron la voz para mostrar al mundo las condiciones a las que habían quedado sometidas tanto por los imperios europeos como por los Estados nacionales.
Miguel León-Portilla no fue ajeno a esas demandas. De hecho, desde mucho antes, cuando trabajaba en el Instituto Indigenista Interamericano, había conocido de cerca las condiciones de los pueblos originarios en todo el continente. Algunas de sus investigaciones académicas estuvieron dedicadas a los movimientos de resistencia indígena, como el encabezado por Francisco Tenamaztle en la Nueva España del siglo XVI.
En 2011 publicó un libro sobre la importancia de la participación indígena en la guerra de independencia y en la Revolución mexicana, y de las escasas ganancias que esas comunidades obtuvieron de esos movimientos. Parecía que, si la monarquía española despojó a los pueblos originarios, el Estado mexicano había empeorado las cosas.
León-Portilla fue activista. Bregó por que el Estado mexicano reconociera los Acuerdos de San Andrés Larráinzar y promovió la organización de asociaciones dedicadas a la preservación de lenguas indígenas. Esta fue una de sus preocupaciones constantes: promover la diversidad lingüística de México y de América. La verdadera riqueza, insistía, no era la acumulación sino la diversidad. Al estudio de lo diverso dedicó su vida.