¿Conocen el emblemático merendero que está frente a la iglesia de Santa Catarina en Coyoacán?

José Medina González Dávila

 

El escritor Gabriel García Márquez era un comensal discreto y recurrente de Las Lupitas.

 

“Pero doña Lupita, ¿cómo cree que le voy a rentar esta esquina? ¡Si es de mala suerte!”. Con estas palabras, don Antonio Martínez Robles trataba de disuadir a doña Guadalupe González, viuda de Pintor, de rentar un local que en ese momento era una destartalada farmacia de barrio, con un número considerablemente bajo de clientes y en el que ya otros negocios habían fracasado. “¡Réntemela, don Antonio! Aquí voy a poner un merendero”, abogaba doña Lupita con total convicción de que en esa intersección de dos calles empedradas y frente a una antigua iglesia y una plaza hecha con losas habría futuro. “Yo voy a hacer que tenga buena suerte”, decía.

Esto era en 1959. Iniciaba así un ícono del viejo Coyoacán, ese emblemático lugar en el corazón de Ciudad de México y que ahora se ha convertido en una visita obligada para los viajeros.

 

Una esquina emblemática

 

La iglesia de Santa Catarina se remonta al siglo XVI, cuando después de la conquista, Hernán Cortés dio a la orden franciscana la comisión de fundar un asentamiento desde el cual ir catequizando a los indios en esta región. El claustro e iglesia de San Juan Bautista de Coyoacán fueron edificados para tal fin y también como un enclave del cual se desprenderían otras encomiendas: San Francisco, San Lucas, San Diego (ahora Ex Convento de Santa María de los Ángeles de Churubusco) y Santa Catarina. Estas fueron capillas para indios, es decir, templos al aire abierto donde los indígenas podían estar presentes en misa antes de ser bautizados y aceptados a la fe católica, requisito indispensable para ser ciudadanos de la Corona en el Virreinato de la Nueva España.

En el siglo XVII se añadió un campanario a la iglesia, pero no fue sino hasta el XIX que se pusieron rejas en la entrada y se colocaron las losas y la barda que circunscribe la icónica plaza coyoacanense. Y ahí, justo frente a la iglesia y la plaza de Santa Catarina se halla el pequeño restaurante, específicamente en la esquina de la calle Francisco Sosa y Santa Catarina, y en contraesquina de la emblemática Casa de la Cultura “Jesús Reyes Heroles”. Oculto a plena vista, inmerso en el paisaje local, Las Lupitas son una alegórica expresión de Coyoacán y del Barrio de Santa Catarina. Es un punto de referencia local, símbolo de la tradición, de incontables recuerdos y testigo de cuantiosos acontecimientos trascendentes y parte de una discreta cultura. Así de sutil y simple, pero a la vez profundo, es el legado de este humilde lugar que en sus entrañas contiene una historia de sabores, de olores.

En 1947, doña Guadalupe y su familia deciden mudarse de su natal Ciudad Juárez, Chihuahua, a Ciudad de México y no a Estados Unidos, como el resto de sus parientes. Un amigo de la familia, el famoso cineasta Raúl de Anda, mejor conocido como el Charro Negro, le ofreció un trabajo como traductora en sus producciones fílmicas. Es así como Guadalupe González y los suyos llegaron a Coyoacán. Con su espíritu y vigor norteño, doña Guadalupe fijó su mirada en la destartalada farmacia de barrio ubicada en una esquina, la cual estaba flanqueada en los extremos por una agencia distribuidora de gas, una tintorería, una tortillería y un taller de carpintería que llevaba ahí casi medio siglo; todos negocios comunes de pueblo frente a una sencilla iglesia de barrio.

Justo en la esquina opuesta a este modesto templo y de historia arraigada en la tradición virreinal, doña Guadalupe González vio su futuro sin saber todo lo que este aguardaba. Entonces rentó la esquina y, ayudada por sus hijas, abrió un merendero muy al estilo de Ciudad Juárez. Ofrecería a los comensales meriendas norteñas en un lugar confortable y en donde los comensales pudieran resguardarse antes de terminar el día.

 

El inicio

 

Y así, la tarde del 19 de septiembre de 1959 abrió sus puertas, alistó su loza, prendió sus fogones y brindó atención a sus comensales, lo cual ha seguido haciendo a través de los años. Aquellos negocios a su alrededor poco a poco fueron cerrando y sus espacios incorporados al merendero, que para 1964 ya había triplicado su tamaño, pero siempre resguardando la sazón, el espíritu acogedor y tradicional de origen chihuahuense de su dueña.

Sus siete mesas originales de maderas finas persisten y en ellas se ha utilizado por décadas la loza elaborada en Metepec, Estado de México. Y es interesante constatar que en aquella comunidad mexiquense algunos talleres tienen en su inventario vajillas de barro que silentemente rezan “Las Lupitas”; y este es el icono transregional que se ha generado. Debido a esta vinculación, desde que fuera inaugurado hay una pieza de barro que adorna la pared: un árbol de la vida, el cual se ha convertido en un símbolo inalienable del comedor.

Con el estímulo de una pariente también llamada Guadalupe, la dueña compró la esquina completa y la casa que ocupa su planta superior. En honor a este suceso y reconociendo el gran valor que esta empresa imprimió al merendero, fue bautizado como Las Lupitas, que se ha vuelto otro estandarte de la identidad de Coyoacán y punto obligado de reunión de lugareños, turistas, y personajes célebres de la cultura y de la política.

Desde entonces, doña Guadalupe fue sentando poco a poco la identidad del lugar, añadiendo color a los sabores. Mientras tanto, su fama y reputación se difundían como un merendero acogedor, con calor de hogar, con comida sabrosa y con cálidos anfitriones. Comenzaron a darse vinculaciones y asociaciones entre los comensales que acudían y poco a poco fue generándose una sinergia donde este discreto lugar se convertiría en punto de reunión.

De manera coincidente, poco a poco, Las Lupitas se convirtió en un punto de encuentro para los más altos niveles de la gestión pública, cultural y social de Ciudad de México. Lo que en su momento se originó como un “merendero de barrio” con un aire tradicional de la desértica provincia de Chihuahua, se convirtió en un referente regional del entonces Distrito Federal. Desde el momento en el que coincidentemente el lugar fue visitado por el ya expresidente de la República Miguel Alemán Valdés, quien asistió a una celebración religiosa en Santa Catarina y posteriormente fue invitado a una comida que tuvo lugar en el merendero, esta discreta esquina se convirtió en un enclave coyunturalmente obligado para la élite de la capital de la República.

 

Escenario cultural                   

 

Las Lupitas han sido escenario de encuentros inolvidables, personajes entrañables y cambios insospechados a través de los años. Para mediados y finales de la década de 1980 era ya un punto de encuentro cultural y reflexivo del llamado viejo Coyoacán: un reducto tranquilo y amistoso, acogedor y fortalecedor en el cual intelectuales, músicos, políticos, escritores y poetas podían ir a degustar un sazón casero, reflexionar y esparcirse en la sobremesa, en la relativa discreción de un merendero de pueblo.

No es de sorprender que algunas escenas de películas hayan sido filmadas en Las Lupitas, como Tras la esmeralda perdida (Romancing the Stone) de 1984, que contó con la actuación de Kathleen Turner, Michael Douglas y Dany DeVito. También la película La jaula de oro, de Diego Quemada-Diez, series televisivas, otras producciones cinematográficas e incluso teatro urbano han recurrido a esta discreta esquina frente a una plaza y a una iglesia antigua como locación y referencia. Esto ha llevado a que Las Lupitas sean reconocidas como un referente incuestionable de el gran crisol cultural que es este barrio citadino.

 

Tradición que perdura

 

Así como el Árbol de la Vida es un emblema del lugar, igual lo es un prominente mural que se encuentra al interior. Elaborado en 1992 por Bárbara Maciel, representa la conversión de los rarámuris al catolicismo durante el Virreinato, con lo que alude a sus raíces chihuahuenses, representadas en la cocina por el característico platillo de las chivichangas (o chimichangas).

Ya son sesenta años desde que el original merendero ha pasado de madre a hija, a nietos y ahora a bisnietos. Cuatro generaciones que mantienen los fogones prendidos hasta altas horas de la noche los siete días de la semana. Imposible es saber cuántos y quiénes han sido todos sus visitantes y comensales. Las paredes cubiertas de cuadros, acuarelas, murales y ornatos son silentes recuerdos de testigos discretos en las mesas originales, y tantos que fueron visitantes cuando niños, ahora llevan a hijos y nietos al mismo lugar que les dio arropo y cobijo en algún momento.

Tal vez nada ejemplifica más el espíritu del lugar como una ocasión en la cual el joven anfitrión de Las Lupitas consultó a su madre y dueña Eva Pintor sobre un caballero en un rincón que recién terminaba su merienda. El joven humildemente, al reconocerle, le ofreció invitarle la comida como cortesía de la casa, en virtud de su distinguida presencia. Con mirada gentil, ceño abierto y una sonrisa exaltada por un bigote bien arreglado, el hombre contestó: “Si quieren sí, con mucho gusto se las acepto. Y si no lo hacen no pasa nada: he venido a comer aquí muchas veces y siempre he pagado con mucho gusto, y estoy seguro que cuando vuelva a venir volveré a comer y a pasarla muy bien aquí”. Así habló Gabo en aquel momento, otro comensal discreto y recurrente de Las Lupitas. El maestro Gabriel García Márquez así terminaba sus tardes en Coyoacán.