El asombro por los primeros encuentros entre dos grandes mundos
Descubrir la ruta de regreso desde Asia hasta América por el océano Pacífico fue uno de los trabajos de exploración científica más importantes y difíciles que se hicieron durante el siglo XVI. El Imperio español, a través de la Nueva España, intentó más de seis expediciones que resultaron en múltiples fracasos. Los barcos lograban llegar a Asia, pero el regreso era imposible. Sin embargo, en 1565 el fraile agustino Andrés de Urdaneta descubrió lo que se llamó “el tornaviaje”. Urdaneta, al llegar a la latitud de Japón, encontró la llamada corriente de Kuro-Shivo, la cual está formada por las aguas que van desde Japón hasta California. Al aprovechar esta corriente se descubrió una de las formas más fáciles de retorno.
El primer viaje de vuelta fue de cuatro meses, lo que significó un verdadero logro marítimo para aquella época. Una vez establecida la ruta, se formalizó el intercambio transoceánico por el galeón de Manila o nao de China. Mediante esta comunicación empezó a desarrollarse un comercio muy exitoso entre la lejana Asia y la Nueva España, así como la circulación de personas, ideas, símbolos y, en general, de elementos culturales que fueron creando y recreando nuevos significados.
Japoneses en Nueva España
Para el siglo XVII la ruta ya se encontraba bien establecida y el 15 de noviembre de 1610 llegó a Ciudad de México, procedente de Japón, Rodrigo de Vivero, sobrino del virrey Luis de Velasco. Este navegante se perdió en el mar y después de una tormenta llegó a Japón. Los náufragos fueron rescatados por nativos del lugar y protegidos por el sogún de Edo. Este personaje les dio un gran apoyo y sus hombres reconstruyeron la nave en la que pudieron regresar.
El barco tornó con los sobrevivientes, un noble japonés y diecinueve de sus súbditos. La entrada de esta embajada japonesa a la antigua gran Tenochtitlan fue todo un acontecimiento. Se les recibió con grandes honores en Chapultepec. El virrey mandó su coche para que recogiera al distinguido japonés, a un religioso franciscano que servía de intérprete y al oidor. Muchos nativos fueron a observar la procesión que caminó desde Chapultepec hasta el centro de la ciudad. Uno de ellos fue Chimalpahin, quien nos dejó una vívida narración:
“Todos ellos venían vestidos como allá se visten [es decir]: con una especie de chaleco [largo] y un ceñidor en la cintura, donde traían su katana de acero que es como una espada, y con una mantilla; las sandalias que calzaban eran de un cuero finamente curtido que se llama gamuza, y eran como guantes de los pies. No se mostraban tímidos, no eran personas apacibles o humildes, sino que tenían aspecto de águilas [fieras]. Traían la frente reluciente, porque se la rasuraban hasta la mitad de la cabeza; su cabellera comenzaba en las cienes e iba rodeada hasta la nuca, traían los cabellos largos, pues se los dejaban crecer hasta el hombro cortando solo las puntas, y parecían [un poco como] doncellas porque se cubrían la cabeza, y los cabellos no muy largos de la nuca se los recogían [atrás] en una pequeña trenza; y como la rasura les llegaba hasta la mitad de la cabeza, parecía como si llevaran corona, pues sus largos cabellos rodeaban desde las sienes hasta la nuca. No traían barbas, y sus rostros eran como de mujer, porque estaban lisos y descoloridos; así eran de su cuerpo todos los japoneses, y tampoco eran muy altos, como todos pudieron apreciarlo.”
Resulta fascinante el relato de un indígena nahua sobre la vestimenta y modo en que veían por primera vez a un grupo de japoneses desfilando por Ciudad de México. Como resulta claro, a los naturales, junto con los españoles, criollos y mestizos, les tocó en esta ocasión aceptar la otredad. El otro que no era europeo, ni americano, pero al que se le recibía con honores y con el que se empezaba un diálogo lingüístico y particularmente simbólico y ritual, que implicaba incertidumbre, riesgo, miedo, y también aceptación.
Los japoneses regresaron en la nao de China en marzo de 1611 y tres de ellos se quedaron a vivir en Nueva España.
Novohispanos en Japón
También es muy interesante el recibimiento que se hizo a los viajeros procedentes de la Nueva España que retornaron con los japoneses. Al llegar a puerto en junio de 1611, Sebastián Vizcaíno, general de la expedición y embajador del virrey de Nueva España, Luis de Velasco, escribió una carta a quien consideraba emperador de Japón. En ella le aseguraba que llegaba a pagar lo prestado a Rodrigo de Vivero, así como el valor del navío San Buenaventura, que el monarca nipón había facilitado a los súbditos del rey de España.
La entrada al puerto de Edo fue espectacular. Los españoles desplegaron banderas de damasco con el estandarte real de Castilla. Dispararon salvas con “la mosquetería y arcabucería” y llevaron el estandarte real del navío a la ciudad. “Que dio a los japoneses gran gusto en ver la gente, estandarte y bandera y la salva que se hizo; que a esto acudió a la playa tanta multitud de gente, ansí hombres como mujeres, y por agua tantas funcas, que cubrían el río y tierra, que no había por donde pasar”. Seguramente para los japoneses fue tan espectacular encontrarse con el otro como lo había sido para Chilmapahin y los suyos presenciar la entrada de japoneses a Ciudad de México.