Para inflamar el fervor patrio, el presidente Anastasio Bustamante declaró “traidor al que fomente la desunión y la discordia”. El affaire francés le vino como anillo al dedo para desviar la atención de las impugnaciones a su administración y al régimen centralista.
La declaración de guerra
Todavía no se apagaba el fuego en Ulúa cuando, por bando solemne, se publicó el decreto que declaraba la guerra a Francia. Sí, México fue quien declaró la guerra a la potencia europea. El acto fue recibido con gran regocijo público. La muchedumbre reunida en la Plaza de la Constitución de la capital a gritos eufóricos exigía rifles o cualquier arma para irse contra los franceses. Mucha gente se quería enrolar, pero el gobierno contuvo el furor: ¡podían levantarse en favor del federalismo! La experiencia así lo demostraba y… mejor no.
El presidente emitió un bando que decretaba la expulsión de los franceses, quienes ya habían comenzado a salir de Ciudad de México. “¡Merde!”, fue el grito de Baudin cuando se enteró de la declaración de guerra; su primera reacción de cólera se convirtió en sorpresa porque no se lo esperaba. La idea de cañonear el puerto le repugnaba y tuvo que cambiar de estrategia. Para entonces, Santa Anna había llegado al puerto como comandante. Derogó de inmediato la capitulación y, visiblemente enojado, increpó a los generales Manuel Rincón y Antonio Gaona, y los amenazó con la corte marcial. En la noche se entrevistó con el cónsul inglés. Este le contó que estuvo con el contraalmirante, quien le encargó que le dijera que no tenía intención de atacar la plaza, a menos de que se le obligase a ello como represalia.
No obstante, Santa Anna hizo lo que sabía hacer y con Mariano Arista alistó los cuarteles del puerto. Comunicó a los enviados franceses que quedaba abierto un parlamento hasta las ocho de la mañana del 5 de diciembre. Eso nunca llegó. Durante la madrugada, una pequeña tropa de militares galos al mando del príncipe de Joinville entró en tropel al domicilio donde pernoctaba el general para apresarlo…
La victoria es para… Santa Anna
Días después, Santa Anna despertó en su lecho con un dolor atroz en la pierna… pero ¿cuál pierna? No tenía más que un muñón. Cuando cicatrizó, el doctor Miguel Muñoz se encargó de mandarle fabricar una pierna artificial que era un verdadero prodigio para la época, muy ligera y tan fuerte que le permitiría hasta montar a caballo. Cubierta con una bota, daba la sensación de ser verdadera y estaba tan bien hecha que el general la prefirió a otras que le remitieron de Europa. Así, se convirtió en la pierna más célebre de México, aunque no se salvó de la maledicencia de la gente, que le empezó a llamar Diablo Cojuelo y el Quince Uñas (en realidad le quedaban catorce, ya que también había perdido un dedo de una mano).
El 17 de febrero de 1839, Santa Anna llegó a Ciudad de México a las tres de la tarde y se hospedó en la casa de la condesa de Pérez Gálvez, en la ribera de San Cosme. Después se realizó un desfile en su honor. El general iba en una litera y el dolor solo se le atenuaba cuando las multitudes lo vitoreaban hasta hacerlo sentir como un “padre de la patria”.
Como las fuerzas nacionales tomaron una pieza de artillería, los franceses se replegaron a sus barcos y el pabellón mexicano quedó incólume, se consideró que el hecho de armas había sido un triunfo para la patria, como todavía muchos creen. Era impresionante el cretinismo del general y la justificación de llevar a cabo una guerra que fue un desastre porque no se ganó nada y sí se perdió mucho; además, según algunos testigos, su actitud no fue valerosa ni heroica. Lo que sí es que su imagen volvió a relucir y a brillar. Y para que no quedara duda, Mariano Paredes y Arrillaga afirmó: “el ilustre General D. Antonio López de Santa Anna ha sellado con su sangre la primera victoria que las armas nacionales han obtenido sobre la Francia”. En el imaginario popular quedó la idea de que el general había defendido heroicamente a Veracruz y vencido a los franceses; por ende, también el puerto recibió el título de “heroico”.
Negociaciones finales
El convenio que puso fin a la guerra se empezó a negociar en marzo de 1839 entre Guadalupe Victoria y Manuel Eduardo Gorostiza, por el lado mexicano, y Charles Baudin por el francés, así como el recién llegado ministro británico Richard Pakenham de mediador. El 21 de marzo Santa Anna, ya convertido en presidente interino, firmó el tratado que establecía “una paz constante y una amistad perpetua” entre México y Francia. Nuestro país se comprometía a pagar 600 000 pesos en tres exhibiciones y someter a arbitraje su compensación por las naves capturadas por la flota francesa y los daños sufridos por los particulares de los dos países.
Las negociaciones presentaban aspectos desagradables y mostraban la verdadera cara del supuesto triunfo que el gobierno mexicano había querido darle a este conflicto. Se aceptó prácticamente todo lo que exigieron los franceses, salvo la petición sobre el comercio al menudeo y el castigo a los jueces y funcionarios involucrados.
Los acuerdos fueron onerosos para México. Los daños al país se estimaban en 333 000 pesos; es decir, poco más de la mitad de la suma que reclamaban los franceses, mientras que las pérdidas ocasionadas por el cierre de aduanas en Veracruz se calculaban en 2 200 000 pesos, más la destrucción de piezas de artillería, el robo a varios buques de guerra, muertos, heridos… y la pérdida de una pierna.
Baudin, “para mostrar buena voluntad”, regresó la fortaleza de Ulúa, que ya era un puro cascarón quemado sin artillería, pues se habían llevado varios cañones. También mandó a Santa Anna las dos charreteras de oro que se habían robado de su recámara los soldados comandados por Joinville. La entrega se hizo con toda solemnidad y etiqueta, con dos oficiales de marina y un “excuse moi, monsieur”.
Un periódico de Xalapa criticó al gobierno mexicano por argumentar que “el honor nacional se ha salvado [pero] obligado a tener amistad perpetua con un gobierno que nos ha vejado: conformarse con recibir la fortaleza de Ulúa en el estado en que se encuentra, y pagar seiscientos mil pesos fuertes en numerario, sin que México deba esa suma (que es precisamente la reclamada) y lo que es más, después de haber sufrido la República los irreparables daños que causó el bloqueo y la guerra”. Aparte, la prensa de oposición denunció que había artículos secretos en el tratado firmado con Francia, aunque el gobierno lo negó.
El 27 de abril de 1839 los franceses celebraron en la parroquia de Veracruz unas solemnes exequias por el descanso de las almas de quienes murieron durante el conflicto; fueron oficiadas por el padre Bernard Anduze, capellán de la escuadra gala. Después de la misa, la comitiva marchó hacia la isla de Sacrificios para bendecir el camposanto donde yacerían los soldados franceses. Al día siguiente, Baudin se trasladó desde la fragata Nereida hasta la plaza de armas para despedirse del general Guadalupe Victoria, comandante general de Veracruz.
Al momento en que la Nereida enfilaba hacia Isla Verde, desde el baluarte de Santiago se dispararon salvas de artillería y los cañones de la nave capitana rugieron al unísono. Mientras, en la playa varios niños que antes jugaban a “moros y cristianos”, ahora se entretenían jugando a “mexicanos contra gabachos”.
Las “cláusulas secretas” del tratado con Francia
Según el Journal des Débats de París, el 7 de octubre de 1839 se conocieron los tratados secretos suscritos en Veracruz entre México y Francia, y por los cuales se había convenido que:
1. México pagaría los gastos de la guerra.
2. Que el país estaría de acuerdo con la calificación de indemnizaciones a los franceses.
3. Que permitiría a Baudin que sacase de Ulúa la artillería que quisiese, como trofeos de su victoria sobre los mexicanos.
4. Que concedía a Francia el comercio al menudeo.
5. El gobierno mexicano se comprometería a no poner ningún obstáculo al derecho que tenían los tenedores de bonos de deuda mexicana para admitirlos en pago de los derechos de las aduanas.
La patria agradece a Santa Anna
Durante su convalecencia por las heridas de la guerra contra Francia, Santa Anna se mantuvo atento a las negociaciones en el puerto. Hasta su lecho de sufrimiento llegó un emisario del gobierno para informarle que el Congreso había emitido un decreto. El adolorido general le pidió que se lo leyera. El enviado carraspeó para aclarar la garganta y leyó en voz alta: “El general en jefe, oficiales y tropa a su mando, que el día 5 de diciembre de 1838 repelieron a las fuerzas francesas que invadieron la plaza de Veracruz han merecido el bien de la patria… (pausa) —¡Prosiga! —dijo el general impaciente—. El general en jefe llevará en el pecho una placa y cruz de piedras, oro y esmalte, con dos espadas cruzadas, una corona de laurel entrelazada en ellas, en el punto de intersección y por orla el lema siguiente: ‘Al general Antonio López de Santa Anna por su heroico valor en el 5 de diciembre de 1838, la Patria reconocida’”.
La placa iba sobre el corazón y la cruz pendiente en el ojal de la casaca, con un listón azul celeste. Santa Anna oía embelesado y caía en un estado de letargo y placer. El elogio, la alabanza y la lisonja eran las medicinas que necesitaba el general.
Esta publicación es sólo un fragmento del artículo "La falsa Guerra de los Pasteles" del autor Javier Torres Medina que se publicó en Relatos e Historias en México, número 123. Cómprala aquí.