Los usos de la historia desde el poder: Las revoluciones son La Revolución

La construcción del relato oficial del proceso histórico más importante del siglo XX mexicano

Alfredo Ávila Rueda

 

La Revolución Mexicana contó con la participación de una gran cantidad de personajes que destacaron por sus acciones y propuestas. Si bien fue evidente la diversidad de intereses y propósitos, todos fueron considerados parte de un mismo proceso.

 

En 1910 estalló una guerra civil en México. Fue el inicio de un periodo de violencia que se alargó durante muchos años y que culminó con el establecimiento de un sistema político diferente al que se había consolidado desde la década de 1870 y que introdujo profundas transformaciones de todo tipo.

Como todas las guerras civiles, enfrentó a sectores sociales con diversos intereses. No fue raro que algunos grupos aprovecharan la guerra para alcanzar añejas demandas frente a viejos enemigos locales, aliándose con alguna de las facciones que se disputaban el poder nacional.

De igual forma, en un país tan grande y diverso, hubo territorios enormes a los que no llegó la guerra. También hubo regiones en las que estuvo presente solo al inicio de la contienda o mucho tiempo después de que hubiera concluido en otras partes.

Esa guerra civil fue la más relatada en el siglo XX mexicano. Multitud de libros de historia, artículos especializados, novelas, memorias, reportajes, ensayos, cuentos, películas, obras de teatro, pintura y todo tipo de manifestaciones culturales de esa centuria contaron episodios de un proceso al que, desde un inicio, se llamó revolución mexicana.

En los Directorios del Comité Mexicano de Ciencias Históricas, publicados entre 1983 y 1997, se daba cuenta de que más de la mitad de las personas que formaban parte de las instituciones en que se estudiaba historia estaba especializada en ese periodo. Las investigaciones académicas que se hicieron en las décadas de 1970 y 1980 mostraron la complejidad de los procesos políticos, sociales y militares de aquella revolución.

Entre 1967 y 1974, los estudios de Michael Meyer sobre Pascual Orozco, de John Womack sobre Emiliano Zapata y de Charles Cumberland sobre Francisco I. Madero, expusieron que, más que una revolución, hubo muchas revoluciones. En 1968, un libro en apariencia modesto, pero de grandes consecuencias, Pueblo en vilo, de Luis González, mostró cómo en una comunidad (parecida a cientos de comunidades del país), la revolución de 1910 fue algo que vino de fuera a alterar la vida cotidiana de las personas. No parecía deseada y, en todo caso, no ocasionó un mayor involucramiento de parte de la gente común y corriente del pueblo.

Luis González insistiría en que aquel proceso tuvo más personas revolucionadas que revolucionarias. Esto se pudo comprobar con un concurso nacional promovido en la década de 1980 por el Museo Nacional de Culturas Populares, que culminó en una publicación: Mi pueblo durante la Revolución. Como reseñó Jorge González Sánchez, eso que llamamos revolución mexicana fue un “entramado de guerritas y guerrotas, asaltos y corretizas” padecido por mucha gente.

¿Cómo se convirtió esa guerra civil en la Revolución mexicana? Lo primero que hay que decir es que la mayoría de quienes estudian con rigor ese periodo coincide en que sí es posible hablar de una revolución, es decir, de una transformación radical de las condiciones sociales, políticas y económicas de México. Si en 1900 la economía mexicana era fundamentalmente agrícola y su mayor impacto era la exportación de materias primas, cuatro décadas después la industria había hecho su aparición y el consumo interno se había incrementado. Si antes de la guerra el latifundio sometía a peones, jornaleros y comunidades campesinas (indígenas y mestizas), al mediar el siglo la población urbana crecía y los obreros se organizaban en sindicatos (mediatizados, por supuesto). El Estado se fortaleció como nunca, se impidió la reelección del poder Ejecutivo y apareció una nueva burguesía. Es verdad que hubo corrupción, explotación, injusticias, pobreza y desigualdad, pero tampoco puede argüirse que todo siguió igual.

Lo anterior quiere decir que la guerra civil que estalló en 1910 sí fue una revolución, pero además, en la memoria histórica impuesta por los gobiernos que se establecieron en el siglo XX no era cualquier revolución, como las muchas que hubo en el siglo XIX (empezando por la de independencia), sino la única, La Revolución Mexicana, así, con capitales.

 

La memoria de los ganadores

 

Desde un comienzo, la guerra civil empezó a ser llamada Revolución. Esto no es extraño. Todavía pesaba el concepto propio del siglo XIX, que refería con ese nombre a casi cualquier guerra civil. No era extraño, por ejemplo, que las muchas asonadas, golpes de Estado, amotinamientos populares, rebeliones campesinas y todo tipo de disturbios que sufrió América Latina en sus primeras décadas de vida independiente fueran llamadas “revoluciones”. El término era, incluso, despectivo. De ahí que los defensores del proyecto político impulsado por Francisco I. Madero salieran a defenderlo, empleando el mismo término para caracterizarlo, pero sin la carga peyorativa. Un buen ejemplo lo da Luis Cabrera en 1911 frente a los ataques de Jorge Vera Estañol, al dotar al término revolución de un contenido constructivo, de un proyecto de renovación, ausente en las definiciones tradicionales que habitualmente referían solo la parte destructiva.

Un año después, el abogado y periodista Roque Estrada publicó La revolución y Francisco I. Madero. Fue el primer recuento del proceso histórico elaborado por uno de los vencedores. Se trata de una obra que recupera las memorias del autor, pero cotejando con otras opiniones, algunos documentos y notas de prensa.

Como es sabido, el gobierno de Madero enfrentó numerosos obstáculos, tanto de quienes deseaban restablecer el antiguo orden como de otros grupos revolucionarios que no estuvieron satisfechos con las medidas del presidente. La guerra se extendería por muchos más años, complicada por factores internacionales, crisis agrarias, epidemias, hambre y miles de víctimas.

Tras la caída de Victoriano Huerta en 1914, no fue extraño que los principales dirigentes de las facciones que intervinieron en la guerra escribieran sus memorias. En la mayoría de los casos, buscaban exaltar su propia actuación y en no pocas veces justificarse. Ocho mil kilómetros en campaña de Álvaro Obregón es de las más conocidas, con numerosos partes de guerra y descripciones militares. Tampoco faltaron autores que respondieron a comentarios de otras personas, debido a que los consideraron poco halagadores o, de plano, difamatorios.

Ulises criollo de José Vasconcelos y Mi contribución al nuevo régimen (1910-1933) de Alberto Pani son buenos ejemplos de esbozos autobiográficos mezclados con el relato del proceso revolucionario, en el que cada autor se justifica y, en el caso del segundo, también puntualiza comentarios que el primero hizo y, de paso, justifica por qué optó por unirse a Venustiano Carranza, en vez de seguir a su amigo Vasconcelos junto a Francisco Villa.

Prácticamente cada general que quería figurar en la alta política mexicana de las décadas de 1930 y 1940 escribió memorias o relatos de su participación en el proceso revolucionario. Amado Aguirre, Gildardo Magaña y Juan Barragán Rodríguez publicaron relatos de historia militar de carrancistas, obregonistas y zapatistas. Tal vez ninguno tuvo la calidad e impacto de El águila y la serpiente de Martín Luis Guzmán, sobre el villismo.

 

La construcción de un relato oficial

 

Una consecuencia de la escritura de estos relatos es que, aunque todos coincidían en que formaban parte de un único movimiento revolucionario, las perspectivas diferentes, la ponderación propia y la autojustificación de cada autor ocasionó que se apreciara con claridad que en realidad hubo muchas revoluciones. No resulta casualidad que las interpretaciones oficiales del régimen empezaran a publicarse precisamente cuando el sistema político empezó a consolidarse y estabilizarse.

Durante el sexenio del presidente Lázaro Cárdenas se dio un enorme impulso a la conceptualización del proceso iniciado en 1910 como La Revolución Mexicana. La reforma al artículo 3º de la Constitución, que establecía la educación socialista, tenía como objetivo explícito cumplimentar los objetivos de la Revolución, y los libros de historia que se publicaron en aquellos años insistían en el carácter popular de un movimiento que, aunque había sido múltiple y diverso, se presentaba como unificado.

En 1936, el presidente decretó que en la Plaza de la República, en el Monumento a la Revolución, se creara un mausoleo en el que estarían los restos de los principales dirigentes del movimiento, sin importar que en vida hubieran sido enemigos. El discurso del régimen pretendía mostrar unidad.

No resulta extraño tampoco que, bajo el gobierno de Cárdenas, se interpretara el proceso revolucionario como un movimiento estrictamente agrario, dejando de lado o reduciendo la importancia de otros aspectos. Esto se debió, sin duda, al impulso que el régimen dio al reparto de tierras y a la creación de ejidos. También en ese tiempo Andrés Molina Enríquez dio a las prensas sus cinco volúmenes de Esbozo de la historia de los primeros diez años de la revolución agraria.

En los años siguientes, el Estado mexicano siguió apoyando y financiando obras en las que se presentaba a dicho proceso como una revolución exitosa que desembocó, precisamente, en los gobiernos de Cárdenas, Manuel Ávila Camacho, Miguel Alemán y Adolfo Ruiz Cortines. En 1946, Miguel Alessio Robles publicó su Historia política de la Revolución Mexicana, y empezarían a aparecer también las obras con fuentes, como La historia gráfica de la Revolución Mexicana de Gustavo Casasola y las Fuentes para la historia de la Revolución Mexicana. El desarrollo de esta historiografía ha sido muy bien estudiado por Álvaro Matute.

Sin embargo, el uso político de la historia no estaba principalmente en la publicación de libros de historia sino en el discurso periodístico, en la enseñanza pública y en las peroratas de los políticos, tanto en actos públicos como en las sesiones parlamentarias. Constantemente se hacía referencia a La Revolución y a los gobiernos revolucionarios. Los murales que contaban el pasado en los edificios públicos y que presentaban la historia de México como la de un pueblo que siempre peleó por la justicia, conseguida solo gracias a La Revolución y a los gobiernos que de ella emanaron (como se decía entonces) tuvieron un impacto tal vez más profundo que los libros.

Ahora bien, buena parte del éxito del discurso sobre La Revolución de 1910 como el origen del México moderno y de los gobiernos que cada sexenio se sucedían, dependía de la mejora en las condiciones sociales y económicas de los mexicanos. De allí que se insistiera en resaltar el crecimiento económico, el incremento demográfico y el proceso de urbanización.

Sin embargo, los problemas persistían. El Milagro mexicano de las décadas de 1940 y 1950 no alcanzó para todos. La pobreza persistió, en especial la del campo. El desempeño económico del país no era muy diferente del de otros países de América Latina, algunos de los cuales habían sido más exitosos en el combate a la pobreza. Los mecanismos corporativos no dieron una respuesta adecuada a las peticiones de grupos obreros, campesinos ni a clases medias urbanas. En varios casos, se recurrió a la represión. Cada vez había más voces que consideraban que los ideales de La Revolución habían quedado sepultados.

Como respuesta, en agosto de 1953, Adolfo Ruiz Cortines constituyó el Instituto Nacional de Estudios Históricos de la Revolución Mexicana para promover investigaciones, reunir documentos y divulgar el conocimiento de ese proceso. Dependiente de la Secretaría de Gobernación, quedaba claro que la memoria de La Revolución era un asunto político y no educativo ni cultural. Algo semejante pasó con el Archivo General de la Nación, que también quedó vinculado a esa secretaría. La Revolución y la historia de México serían usadas políticamente.

Para colmo, en la década de 1950 la Revolución cubana ofreció a los jóvenes un ejemplo de un proceso que parecía más revolucionario que el de nuestro país. México se acercaba al medio siglo de La Revolución en medio de críticas al régimen, represión de movimientos obreros, estudiantiles y profesionales, y un sistema cada vez más autoritario, incapaz de resolver los problemas de desigualdad y pobreza.

Los trabajos de Isidro Fabela, José Mancisidor, Jesús Silva Herzog y José C. Valadés formaron parte de la conmemoración cincuentenaria, pero también tenían la intención de fortalecer un relato que parecía cada vez más desgastado. Esa intención quedó más clara y explícita con los cuatro tomos de México: cincuenta años de revolución, publicados por el Fondo de Cultura Económica, pues no se trataba solo de un relato de lo que convencionalmente se entendía por Revolución, es decir, la parte armada o, a lo sumo, hasta el gobierno de Cárdenas, sino hasta el presente.

Poco después, El Colegio de México publicaría la colección “Historia de la Revolución Mexicana”. Con una visión semejante, incluiría no solo los años armados, sino los gobiernos que le siguieron. A diferencia de las obras mencionadas hasta ahora, esta colección se hizo con un rigor académico que terminó de despojar a La Revolución de su discurso legitimador. En particular en las décadas de 1960 y 1970 surgieron cada vez más obras, como las de Arnaldo Córdova y Adolfo Gilly, que cuestionaron el relato oficial de La Revolución.