Horror y muerte en la prisión de Lecumberri

Marco Antonio Villa Juárez

 

La cárcel de Lecumberri cobró gran notoriedad por ser el sitio frente al que fueron asesinados el presidente Madero y el vicepresidente Pino Suárez en febrero de 1913.

 

Los motores de dos vehículos quebraron el sigilo de aquella noche del 22 de febrero de 1913. Imposible no notarlos, pues casi nada pasaba a esas horas entre el perímetro amurallado de la Penitenciaría y la inmensidad de aquel llano cuasi despoblado que la envolvía. De pronto, el Protos y el Packard –otros dicen que un Pireeless– se detuvieron. En seguida, las detonaciones de las armas y la inminente muerte de dos hombres. Desde su puesto de vigilancia dentro de la palaciega prisión, el celador Moisés Díaz se percató de esto. Tomó un teléfono y avisó al titular del presidio, el coronel Luis Ballesteros, quien le instruye que haga caso omiso. Díaz se cuadraba así a las órdenes de quien horas antes fue nombrado director de la cárcel.

Los periódicos del día siguiente prestaron su tinta para revelar el magnicidio. “Los señores Madero y Pino Suárez fueron muertos anoche en los solitarios llanos de la Escuela de Tiro”, cabeceaba El Diario. Moría así el líder revolucionario que apenas unos días antes era conminado a renunciar como jefe del Ejecutivo, al igual que Pino Suárez de vicepresidente. Con los años se demostraría que el entonces moderno penal jugó un rol trascendental en el móvil, quizá gracias a la soledad, lejanía y hermetismo que lo distinguirían por décadas, al igual que la corrupción, impunidad y el silencio.

Madero y Pino Suárez no fueron los únicos “visitantes distinguidos” del temido Palacio Negro de Lecumberri, pues en sus estrechas celdas comunes de 2.5 por 3.5 metros aproximados durmieron también el zapatista Gildardo Magaña y Francisco Villa; los escritores José Agustín, Álvaro Mutis y José Revueltas; el olímpico de oro en equitación Humberto Mariles; asesinos múltiples como Goyo Cárdenas, el Chalequero Guerrero, el Pelón Sobera o el Sapo Ortiz; decenas de maestros, alumnos y líderes encarcelados durante el movimiento de 1968, así como miles de ciudadanos inocentes y culpables más cientos de presos políticos que vivieron en carne propia la miseria humana de una cárcel que más que reformar, degradó la vida de sus moradores.

 

Un “lugar bueno y nuevo”

La prisión se inauguró el 29 de septiembre de 1900, tras quince años de construcción desde que se colocó la primera piedra. Ello cristalizaba a su vez los trabajos de una comisión que además de crear y dar curso al proyecto arquitectónico e ingenieril del inmueble, incluyó reformas y adiciones al Código Penal de 1881 con las que el gobierno porfirista buscó poner en práctica los avances de las ciencias penal y criminalística que se desarrollaban en Europa y Estados Unidos. Así, se vanagloriaba por su edificación y misión: sería un lugar ejemplar en donde se buscaría que algunos criminales pagaran una pena y luego se integraran de nuevo a la comunidad. El optimismo del Estado apuntaba al éxito de la readaptación social.

Esa mañana de 1900, la construcción erigida en aproximadas cinco hectáreas de la cuchilla de San Lázaro, en parte de la zona que perteneciera a una acaudalada familia de apellido Lecumberri, se engalanaba con pendones tricolores para recibir al presidente Díaz y su gabinete, quienes inaugurarían la considerada mejor cárcel latinoamericana. El Imparcial imprimió en su primera plana del día siguiente las palabras de Miguel S. Macedo, el primer director del inmueble: “La Penitenciaría no podrá devolver siempre al seno de la sociedad a sus reclusos convertidos en hombres virtuosos; pero no será tampoco una escuela del crimen que perfeccione en sus maléficas tendencias a los delincuentes, ni un antro de dolor, de miseria, de infamia o de horror”. Macedo estaba “seguro” de que el confinamiento iba a “producir el efecto de devolver hombres útiles a la comunidad”. Y bajo este razonamiento, se creyó y quiso que este lugar fuese eso que significaba el apellido Lecumberri en lengua vasca: “bueno y nuevo”.

 

Llegar al Palacio Negro

El 2 de octubre llegaban sus cinco primeros presos. El zapatero Rafael Buendía, de 33 años, mestizo, “de tercera clase social”, era uno. Las crónicas cuentan que se resistió al ingreso, armando un escándalo. Estaba además el tenedor de libros puertorriqueño Antonio Andino, por meterle un tiro a su jefe. El tercero fue el canastero indígena Manuel Zúñiga, que apuñaló a su hermano en una borrachera. Se sumaban al minúsculo grupo el cochero Pedro Sánchez, por encajar un puñal a su amante, y Cenobio Godoy, que mató a una de las ocho mujeres con las que tuvo más de veinte hijos.

El miedo siempre amilanaba a los nuevos reos, quienes respondían a los más variados oficios y lugares del país. Las clases sociales también contaban, aunque en su mayoría provenían de los estratos económicos más bajos. Con esto también condicionarían su estancia, dependiendo de su capacidad para pagarse una vida que por lo menos estuviera alejada de los abusos. Y tanto adentro como afuera del penal lo sabían. Los delincuentes y la sociedad. Por eso, llegar ahí era, para la mayoría, “llegar al infierno”. “Ya desde que sabes que vas para allá, se te frunce. Ora’ sí, ya no hay de otra, y vas en la Julia derechito a la grande, ya no es nomás el tanque, es la mera grande”, cuenta un reo en el documental Lecumberri. Palacio Negro (Arturo Ripstein, 1976).

Después de cruzar el inmenso portón de la fachada, el rigor de las primeras preguntas: ¿dónde naciste? ¿Cuántos años tienes? ¿Soltero o casado? ¿Qué religión profesas? ¿Hasta qué año fuiste a la escuela? ¿En qué trabajas? ¿Nombre de tu papá? ¿Mamá? ¿Domicilio donde vives? ¿En la colonia? Luego la toma de huellas del índice, el pase de lista. De ahí, a un patio en el que pasaban por la exhaustiva revisión de objetos, ropa y cuerpo. En seguida, la toma de estatura y huellas. La foto con el número. De frente y de perfil. La revisión médica. Ahora sí, el inicio formal de la vida en prisión metido en un “pestilente” uniforme que al principio fue de rayas, ya luego azul. En el gorro, el número de identificación.

 

La ley del más pudiente

Todo adentro se manejaba con cuotas por pagar: talleres, baños, comida, bebidas… El costo de las celdas variaba: “desde los 1,000, 2,000, 3,000… y así hasta que llegaba uno de los que llaman de provecho, de los macizos nada más por su lana. Entonces las celdas subían de precio y llegaban hasta 15,000 […] Todo era venta de privilegios y extorsiones. El que tiene más saliva traga más pinole”. Pero pagar no siempre garantizaba una celda para dormir. Aldo Coletti escribió en La negra historia de Lecumberri, testimonio de su estancia, que hacia 1930 era común que en una vivieran hasta dieciocho; otros más dormían en los patios y baños de las crujías. Entonces cobraron fama los vampiros, resignados a dormir de pie.

Con celda o sin celda, la gran mayoría eran explotados y extorsionados por los presidentes o mayores y por los comandantes y cabos. Todos presos. También las autoridades, celadores y defensores de oficio sacaban su tajada. Los primeros eran aquellos que mandaban al interior de cada crujía; una mafia organizada existente desde las primeras décadas de vida del penal, gracias al favor de las autoridades, que a veces les profesó sumisión. Entre ambos controlaban el día a día. Los segundos eran sus ayudantes; cobraban y mataban por ellos. También había comandos que hacían lo suyo, como la Suástica. Según el multiasesino Goyo Cárdenas, eran “seis muchachos en la crujía D” que ofrecían “protección” a los nuevos. “Les cobraban cien pesitos semanalmente”. Si se negaba, lo golpeaban hasta obligarlos a pagar.

La escuela del crimen era otro caso que tenía un alto costo. En una época –cuenta Goyo– hubo alguien que impartía clases para enseñar a robar a cambio de algunos “pesitos”, para lo cual se servía de un nutrido manual que mostraba los tipos de robo. Y tampoco faltaban los reos que en mucho tiempo saldrían –o nunca lo harían– que querían llevarse “entre las patas” a los que estaban por condenas cortas. “Lo mejor es aguantarse, aunque uno se vuelva un humillado […] El de la celda de enfrente me avienta un cigarro de marihuana para que me den diez años”.

 

¿Vigías del estricto orden?

Las autoridades se pulieron en lo suyo. Cárdenas explica que los celadores llegaban sin un centavo, y al otro día, al entregar su turno, “salían con un fajo de billetes o un chorro de monedas producto de las extorsiones”. Vendían permisos, protección y droga. Los que se negaban o no podían costear las visitas familiares cada domingo, los baños, la fonda, la tienda o la tintorería, más los señalados de mala conducta, eran enviados a los apandos, diminutas celdas de castigo sin sanitario, oscuras, y que guardaba un insoportable calor y humedad por encontrarse arriba del baño de vapor. Pasaban ahí desde días hasta semanas o incluso meses. Otro castigo era el chocho, que consistía en tallar una pesada piedra contra el suelo cerca de cuatro horas. Solían imponerlo después de la fajina, que eran las labores de aseo.

 

Este artículo solo es solo un extracto del artículo “Horror y muerte en la prisión de Lecumberri" del autor Marco Antonio Villa Juárez que se publicó íntegramente en Relatos e Historias en México 140. Cómprala aquí.