El mercero, el cómico de la legua, el afilador, el reparador de tinas, el arreglaparaguas, el tocinero, el ropavejero, el chichicuilotero (vendedor de guajolotes), el hilandero o el metatero figuran también en el interminable compendio de oficios que han evolucionado o desaparecido a la par de las transformaciones sociales. ¿Y usted, cuál recuerda?
“A Flora se le consagraba el aroma de las flores, que ella misma cultivaba; hermosa estanquillera, dame una cajilla de puros para que pueda yo presentarte al público en tu santuario, envuelta con el humo fragante de tus mismos pebeteros”, se exponía sobre este oficio decimonónico, que solía ser bien valorado por los fumadores, en Los mexicanos pintados por sí mismos, libro escrito por varios autores y publicado hacia 1854.
El autor de ese capítulo en específico –el bibliógrafo Juan B. Iguíniz lo atribuyó a Ignacio Ramírez el Nigromante– agregaba: “La verdadera estanquillera debe ser joven, hermosa y decente; con su juventud conquista el puesto que ocupa; con su hermosura aumenta el número de los marchantes; y la decencia de su cuna, es una garantía de que no se ocupará de ninguna faena doméstica, y de que enteramente se entregará al cumplimiento de su augusta misión, que es la venta de tabaco. […] La estanquillera sostiene la conversación con todos los tertulianos”.
Para nadie de su tiempo hubiese sido un secreto que las estanquilleras, como quienes se dedicaban a cualquier oficio, eran algo más que solo prestadoras de un servicio o representantes de un negocio establecido. Eran, de muchas formas, la síntesis de varias costumbres y prácticas de la época: canal de comercialización, medio de socialización, transmisoras de herencias culturales, “solucionadoras” de carencias y necesidades… Por ello es también común que tales prácticas evolucionen o incluso se difuminen poco a poco hasta desaparecer.
Quizá no tengamos más estanquilleras y estanquillos, pero sí tabaquerías dentro de los centros comerciales. Tampoco circulan más los muerteros que sobre su espalda llevaban cargando al difunto rumbo al panteón, pero sí choferes de carrozas fúnebres. Quizá no existan más los cocheros que guiaban recuas por los caminos y transportaban gente, pero sí los taxistas, conductores de peseros y camiones. Las chieras, aquellas que vendían agua de chía, ya no están, pero ahora hay quienes venden aguas y jugos en puestos ambulantes o en los semáforos.
Tampoco se habla más de las risueñas chinas a las que se refirieron Guillermo Prieto en Memorias de mis tiempos o Manuel Payno en Los bandidos de Río Frío. Y es que por chinas se aludía a las bellas mestizas que ofrecían placeres que descoyuntaban a más de un mirón, pues eran mejores que “las majas y manolas de España” o “las grisetas de Francia”, que no conocían el corsé y jamás padecían “enfermedades morales ni de conveniencia”, que “entre los mismísimos cruces y medallas dejaban ver las tentaciones”.
También estaban los ventuderos, que dirigían los remates de los más variados enseres y objetos a la manera de una subasta; los cereros, pues era frecuente que las familias fabricaran sus propias velas en tiempos en que no existía la luz eléctrica en el hogar; o hasta el del evangelista, de quien Federico Gamboa mencionó en su novela sobre este pregonero del ayer que sus únicas herramientas eran “una mesa de pino sin barniz, silla de tule, carpeta, papel, tinta y pluma”, ya que se dedicaba a plasmar en papel desde los sentimientos más apasionantes hasta los infortunios jurídicos de las personas.
Si desea leer el artículo completo, adquiera nuestra edición #166 impresa o digital:
“Un buen motivo para la rebelión”. Versión impresa.
“Un buen motivo para la rebelión”. Versión digital.
Recomendaciones del editor:
Si desea conocer más historias de la vida cotidiana en México, dé clic en nuestra sección “Vida Cotidiana”.
Ventuderos, chieras, estanquilleras y otros oficios extintos