El anhelo de ocupar el lugar de los españoles Hacia mediados del siglo XVIII, numerosos indios de Sonora se levantaron en armas contra el dominio colonial español en esa región. A diferencia de otras sociedades tribales que en la misma provincia se oponían a los españoles, no perseguían la reparación de agravios específicos ni tampoco la restauración de sus antiguos modos de vida, sino, más bien, la defensa de los bienes y las formas de comportamiento de origen español que les fueran impuestos por los colonos españoles y tenían ya como suyos pero que, a la postre, en distintas circunstancias, vieran limitados y hasta obstaculizados y prohibidos por los mismos españoles.
En 1738, por ejemplo, cuando en el Yaqui ocurría una crisis política susceptible de llevar a los indios de ese río a una sublevación general, dos de sus principales dirigentes, vestidos a la española y provistos de espuelas y espadín, y de su inseparable bastón de mando con empuñadura de plata, se dirigieron a la Ciudad de México para hacer distintas peticiones al virrey. Una de ellas, tal vez la más importante, consistía en que no se les prohibiera salir a trabajar a las minas, como recientemente lo hicieran sus padres misioneros. Esta demanda, que a primera vista no podría parecer más que un despropósito, por completo contrario a los intereses de los yaquis, resultaba, sin embargo, a todas luces razonable porque, por entonces, el salario que los miembros de ese grupo percibían en los distritos mineros les era pagado, entre otros géneros, en vestidos al estilo español, vestidos que los yaquis, por su parte, no solo apreciaban, sino que procuraban que fueran vistosos y hasta de buena calidad o, como ellos mismos decían, particularmente “galanos”.
Este trabajo trata del proceso de hispanización de los indios de Sonora bajo la dominación colonial española e intenta mostrar que ese proceso, si bien estaba orientado a promover su sometimiento a los principios y normas de la sociedad colonial, también los ponía en condiciones de aspirar a la posición y los privilegios de los propios españoles y aún a tratar de ponerse en su lugar.
Debemos precisar que esa aspiración, si bien era compartida por numerosos indios de la región, resultaba particularmente importante para los que disfrutaban de un estatus social privilegiado. Nos referimos a aquellos que tenían la prerrogativa de acceder a los puestos de dirigencia política, los cuales no pasaban de ser una pequeña minoría. Estos indios, en efecto, a diferencia del amplio sector entonces conocido como “indios del común”, eran educados desde niños en las casas de sus padres misioneros con el fin de que cuando fuesen mayores de edad estuvieran en capacidad de formar parte de los cabildos indígenas de sus comunidades respectivas.
Así, terminaban destacando no solo por su inserción en la administración colonial, sino por el proceso de hispanización al que estaban sujetos, el cual los llevaba a identificarse cada vez más con los valores y las costumbres de los españoles. Por ejemplo, vestían a la española: portaban camisa blanca y pantalón del mismo color y acostumbraban llevar sobre los hombros una capa larga de paño negra. Su indumentaria, sin embargo, solía ser todavía más distinguida los días de fiesta importantes. En esas ocasiones llevaban camisa y pantalón de color escarlata con bordados en plata y lucían un llamativo sombrero decorado y su inseparable bastón de mando con empuñadura de plata. Por otra parte, no solo hablaban con soltura en su propia lengua, sino que se expresaban bien en español, además de saber leer y escribir en este idioma.
Consideramos importante señalar que ese proceso de hispanización de los funcionarios de los cabildos indígenas no estaba libre de contradicciones, porque los alentaba a equipararse a los españoles más allá de lo que su condición de indios les permitía alcanzar. Esta contradicción –que no podía sino frustrar tal expectativa– necesariamente creaba en ellos inconformidad y malestar, sentimientos que, en no pocos casos, los llevaba a asumir actitudes políticas contrarias a los propios españoles. En consecuencia, no faltaron las veces en las que echaban mano tanto del prestigio como de la autoridad de sus cargos para hacerse de una masa importante de seguidores entre los indios del común, a fin de subvertir el orden sociopolítico colonial español en la región.
En cuanto a estos últimos indios, es decir, los del común, damos por sentado que secundaron el movimiento de rebeldía de los oficiales de república no sólo por cuestiones de disciplina o lealtad, sino también por motivos ligados a su propia condición de inferioridad social, la cual necesariamente los ligaba a los trabajos más arduos y arriesgados de la economía regional, como eran los que tenían que ver con la explotación de oro y plata en los distritos mineros de los españoles.
Por ley, los indios sometidos al régimen de misiones estaban obligados a trabajar cada cierto tiempo en dichos establecimientos; pero también se daba el caso de que por propia voluntad y mediante la huida acudieran a contratarse en las minas, atraídos por los honorarios que allí les pagaban a cambio de su trabajo. Debemos decir que, para ellos, esa retribución siempre resultaba más atractiva que la que obtenían por sus servicios en las misiones, la cual no iba más allá de la mera alimentación, lo que los empresarios mineros también les daban y sin carga alguna sobre sus salarios.
Pero en los reales de minas los indios todavía tenían la posibilidad de obtener un ingreso incluso mayor si se contrataban por trabajo o tiempo determinados, o si, por su cuenta, realizaban nuevos descubrimientos minerales y los declaraban a su nombre, aun cuando después terminaran vendiéndolos a los españoles. Y todo ello sin contar con el derecho que les asistía de disponer del metal que hubiese quedado esparcido en las minas luego de cumplida su jornada, y sin tener en cuenta, además, que en el curso de la misma hacían con mucha facilidad “mina de oro su vientre”, como decían, muy a su pesar, los propios empresarios mineros.
Ahora bien, si, como antes dijimos, la minería resultaba riesgosa para los indios, quizá no era tanto a causa de esa actividad por sí misma como por las condiciones en las que debían realizarla. Por lo regular trabajaban en cuadrillas durante la mayor parte del día o, como decían los propios mineros, “desde que amanece hasta que el sol se mete”. Estas condiciones, que en circunstancias normales no sólo no arredraban a los indios, sino que incluso llegaban a ser fuente de presunción y orgullo para ellos, acababan exponiéndolos, sin embargo, a uno de los males que por entonces atacaban con frecuencia a los indios en particular. Se trataba de las epidemias de viruela y sarampión, las cuales se producían con cierta regularidad en Sonora casi desde que los españoles penetraran en esta provincia en las primeras décadas del siglo XVII. Por falta de espacio no podemos ofrecer más que unos cuantos ejemplos al respecto.
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