Una alianza problemática

Francia, Napoleón III y el imperio de Maximiliano

Rosa Félix Matamoros

Cuando la Guerra de Reforma terminó, en 1861, los monarquistas mexicanos no se conformaron con el resultado. Un grupo de ellos, entre los que estaban José Manuel Hidalgo, José María Gutiérrez de Estrada y Juan Nepomuceno Almonte, buscó ayuda en Europa para confrontar a Benito Juárez y a los republicanos. En México, los acontecimientos se prestaron para que Francia endureciera su postura ante el gobierno, pues Juárez se negó a reconocer la deuda de los bonos Jecker, contraída por Miguel Miramón durante la guerra civil, y declaró la ley de moratoria en 1861, la cual suspendió el pago de la deuda externa por dos años.

Ante la actitud del gobierno mexicano y su aparente debilidad militar, Napoleón III vio la oportunidad de obtener el pago de sus reclamaciones, y tal vez algún territorio, si lograba entronar a un príncipe dispuesto a aceptar todas sus peticiones. En efecto, el sobrino de Napoleón Bonaparte creía que la división entre los mexicanos, así como la Guerra de Secesión estadounidense (1861-1865), le facilitarían la ocupación del país en poco tiempo; tal vez en semanas o, a lo mucho, en algunos meses.

Bajo esta perspectiva, el emperador francés vio con buenos ojos el acercamiento de los monarquistas con Fernando Maximiliano de Habsburgo y su esposa Carlota Amelia de Bélgica para invitarlos a aceptar el trono mexicano. Sin embargo, los archiduques negociaban su viaje a México después de que el ejército francés había sufrido un duro revés con el fracaso en Puebla en mayo de 1862. La ocupación, que en un inicio se pensó que duraría unos cuantos meses, se extendió por varios años. Lo mismo ocurrió con los gastos económicos, los cuales se incrementaron más de lo planeado durante ese tiempo, además de que estaban siendo pagados por los galos. En suma, los costos eran cada vez más elevados y la sociedad francesa se estaba cansando de la invasión.

El dilema llega a la prensa

Desde el principio de la intervención en tierras mexicanas, varios miembros del cuerpo legislativo francés se pronunciaron contra esa “aventura”. La sociedad de ese país tampoco la apoyó unánimemente; con el paso de los años y los magros resultados que se habían obtenido, aumentaron los pronunciamientos a favor del fin de la invasión. La discusión al respecto se llevó a la prensa, donde, a pesar de la oposición de muchos, el proyecto imperial contó con el visto bueno de diarios como La Gazette de France, Le Mémorial Diplomatique, L’Union, Le Constitutionnel, Le Pays y La Patrie, según lo explica el historiador y diplomático Luis Weckmann.

El argumento manejado en la prensa e incluso entre los políticos fue que, una vez que Maximiliano estuviera establecido en el gobierno de México, Francia recobraría su inversión con creces. No obstante, la oferta del gobierno galo no convenció a varios miembros del cuerpo legislativo, quienes continuaron viendo en la intervención un derroche de dinero, armas y hombres; recursos que eran más necesarios en Europa. Esas noticias llegaron a José Miguel Arroyo, subsecretario encargado del Ministerio de Relaciones Exteriores del Imperio de México, quien informó a Maximiliano de ello en junio de 1864.

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