Un cementerio histórico

Memoria del panteón del Tepeyac

Marco A. Villa

 

En una de las ramificaciones de la sierra de Guadalupe, enclavado en el cerro contiguo a la Basílica, existe aún una necrópolis que desde mediados del siglo XVII comenzó a forjar su historia: el cementerio del Tepeyac. Por la relevancia de aquel rumbo, lugar de sacrificios humanos en la época de los mexicas, y que desde los tempranos tiempos virreinales trascendió como el sitio más importante para el culto a la Virgen de Guadalupe, el panteón fue desde sus primeros años parte de una auténtica ciudad santa, así como un lugar rico en tradiciones y arte funerarios.

Sin límites claros, pero muy cerca del lugar del milagro de Juan Diego y por donde después se erigió ya en el siglo XVIII la capilla del Cerrito que reemplazó a una antigua ermita, el panteón del Tepeyac fue sede mortuoria de los benefactores de ella, de algunos comerciantes importantes, de la aristocracia católica y de decenas de vecinos de las localidades contiguas, así como de algunas más alejadas e incluso de los de otras ciudades que buscaban un recinto con connotada protección divina.

Si bien tiene origen novohispano, y una de las esculturas que ahí pueden verse es la del del Ángel del Silencio –que simboliza el respeto por los difuntos–, en el siglo XIX y XX llegaron los restos de personajes famosos del México independiente, como los del general Antonio López de Santa Anna, el poeta Xavier Villaurrutia, el ingeniero pachuqueño Gabriel Mancera, Ángel María de Iturbide (hijo del primer emperador de México, Agustín I), el polímata y prolífico escritor Alfredo Chavero, el músico Ernesto Elorduy, Manuel María Contreras –el ingeniero que diseñó el desagüe de la capital mexicana–, el periodista Filomeno Mata o el doctor Rafael Lucio.

Las lápidas, capillas y mausoleos de ese tipo de personajes erigen a este camposanto en una zona de monumentos históricos y artísticos notables, algunos elaborados con materiales importados, como la fastuosa cripta con cuatro pleurants (escultura funeraria que representa a una persona llorando) de la familia Mier, planificada por el ingeniero Joaquín Mier y Terán, alguna vez ministro de Fomento de Maximiliano de Habsburgo, en cuyo gobierno imperial se trabajó en la mejora del panteón y se diseñó, hacia 1865, el proyecto que lo ordenó como hasta hoy permanece, sin que conste que en su época pasada tuviera un ordenamiento claramente regulado por alguna autoridad.

Por lo anterior, durante siglos la villa de Guadalupe-Hidalgo tuvo en el cementerio del Tepeyac un lugar de culto asentado en un espacio privilegiado, incluso por sus condiciones geográficas diferentes a las de otros cementerios del Distrito Federal, como un subsuelo sin agua, los vientos que disimulaban los fétidos olores o la altitud. Además, las rutas de acceso a él solían tener gran actividad comercial y religiosa regulada por la Iglesia, hasta que la Ley de Cementerios de 1859 estipuló lo contrario: “Todos los lugares que sirven actualmente para dar sepultura, aun las bóvedas de las iglesias catedrales y de los monasterios de señoras, quedan bajo la inmediata inspección de la autoridad civil”.

Luego de esa ley, el cementerio comenzó una nueva historia a partir del Segundo Imperio: “La administración del Tepeyac pasó al Ayuntamiento local. Al poniente de la capilla del Cerrito se comenzó a levantar un muro perimetral de sólida mampostería; la puerta lateral que comunicaba la nave del templo con el exterior fue clausurada; el acceso principal se abrió al sur y quedó señalado por un arco de medio punto, enmarcado por sillares de cantería y cerrado por una reja metálica. […] aún se conservan tanto la primera fachada secular como la distribución interior que le corresponde: una avenida central con dirección sur-norte, en la que convergen calles menores trazadas de oriente a poniente”, apunta el historiador del arte Hugo Arciniega Ávila.

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