Tlatelolco, vestigios de la modernidad

Marco A. Villa

“Viva en un nivel de vida superior, viva en Ciudad Tlatelolco”

 

“Viva en un nivel de vida superior, viva en Ciudad Tlatelolco”, decía aquel comercial televisivo grabado en blanco y negro que promocionaba los departamentos “de magníficos acabados” del modernísimo conjunto urbano presidente Adolfo López Mateos, pionero en su tipo en el continente amricano. Presentada años antes, se edificaría a partir de 1960 en Nonoalco-Tlatelolco, aquella zona hasta entonces “herradura de tugurios” –como apareció descrita en algún plano– del entonces norte de la ciudad, donde por décadas se habían asentado pobladores que construían sus muros espontáneamente, muy cerca de los patios y talleres ferrocarrileros y sin más planeación que la autoconstrucción.

La ciudad capital vivía entonces un crecimiento demográfico exponencial y se preveía que la “isla” tlatelolca era una solución para la demanda social y de vivienda de miles de mexicanos. Fue así como rápidamente se decidió que esta zona hasta entonces industrial y a la vez marginal cedería su suelo a la modernidad propia de una inmensa ciudad dentro de otra más grande, provista de eficientes servicios. Sería también socialmente higienista en tanto que sanaría y rehabilitaría un área cada vez más degradada por los cinturones de miseria y los fenómenos que conllevan. Mario Pani Darqui fue el arquitecto mexicano que planificó el ambicioso conjunto emulando las ideas que el urbanista y arquitecto suizo Le Corbusier implementara en Europa años antes.

Dicho de forma somera, Pani pondría la funcionalidad del diseño y la arquitectura al servicio de una mayor diversidad de estratos sociales, además de que las moles de acero y concreto responderían a una estrategia de edificación “en alto por economía de área”. También pondría al servicio de las familias amplias redes de servicios dentro del conjunto condominal y reduciría el tiempo de traslado haca otros puntos de la ciudad. Sería una supermanzana caracterizada por su fuerza centrípeta, en la que los inquilinos satisfarían la mayoría de sus necesidades de consumo sin cruzar las vías de los automotores. En consecuencia, sería también una sociedad más eficiente. Todo ello como parte de una utopía social que comenzaba a dejar de serlo mientras se materializaba.

Pero a casi sesenta años de su inauguración en noviembre de 1964, esos inconmovibles edificios y los espacios de sociabilidad que los rodean ponen en el debate de sus inquilinos su condición de modernos, a razón principalmente del paulatino deterioro de la zona y de la infatigable transformación del espacio urbano, producto de cada tiempo vivido. Y es que si bien Pani vaticinó, durante un homenaje en su honor, que la eficiencia de este tipo de conjuntos urbanos permitiría que diecinueve o veinte millones de capitalinos cohabitaran cómodamente en la capital y por lo tanto debían replicarse por toda esta, la realidad dentro y fuera de Tlatelolco fue otra: sobrevino el hacinamiento y con ello el desequilibrio en los servicios y en la movilidad, fagocitados por la descomposición social derivada de las sucesivas crisis económicas del país.

Fue entonces que aquella modernidad pregonada por sus artífices y las autoridades capitalinas daba los primeros pasos hacia su degradación desde su primera década de existencia. Quizá la gente no estuvo preparada para el abrupto cambio en las formas de vida que demandaba esta etapa moderna de la urbanización en la Ciudad de México, quizá nadie tampoco se responsabilizó de regir esta área que para muchos expertos quedó incluso demasiado grande. Valdría la pena preguntarse si esa “línea de progreso” –referida por Bolívar Echeverría– que diferencia a la modernidad de las condiciones tradicionales existentes en una época determinada comenzaba a rezagarse, o peor aún, a extinguirse.

Los habitantes residentes en la sección contigua a la estación de metro Tlatelolco, por ejemplo, vieron quebrar y deteriorarse hasta desaparecer al famoso cine homónimo –el que proyectó Bella de día, de Luis Buñuel, en su primera función allá por 1968–, al igual que a la concurrida plaza comercial La Fabre, integrada por zapaterías, tiendas de trajes para hombres y mujeres, una de vestidos de novia, cafeterías, entre otros negocios, por mencionar solo un par de casos. ¡Y ni qué decir de la alberca pública!, la cual se avizoraba desde las torres Zacatecas, Coahuila y Veracruz, colindantes con Paseo de la Reforma.

Hoy entre los inquilinos sigue siendo común oír que, para muchos, esa epidermis que palpita a través de su eficiente diseño y arquitectura languidece; para otros, que sigue siendo óptima y suficiente, aunque claman con urgencia su revitalización. Pero es un hecho que estos multifamiliares –término despectivo en los sesenta– siguen entregando buenos réditos pese a la falta de consistencia de algunos de los proyectos de mejora y a los fenómenos sociales que afectan su seguridad, sostenimiento, etcétera.

Por ello este conjunto que en su momento fue el primero en América Latina con sistema de tratamiento y bombeo de agua, en tener una red telefónica y eléctrica subterránea, y en contar con gas entubado, quizá no se rezagará, pese a las crisis y rupturas, en tanto que siga adaptándose a las exigencias de cada época, como hasta ahora. Y los inquilinos que permanezcan o lleguen, por su parte, seguirán haciendo las apropiaciones correspondientes de cada edificio, de cada área común, revitalizando los signos, identidad y símbolos que ahí emergieron desde hace décadas.

Así, quizá, nunca van a dejar de ser modernos… ¿o sí?

 

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