Resulta en verdad motivo de orgullo para sus descendientes la dignidad perenne que en 2019 confirió la Cámara de Diputados, la máxima representación popular de la nación, “al exilio republicano español”, perpetuándolo con letras de oro en esa digna casa de todos los mexicanos. A mí me enorgullece también, no solo por descender de una pareja de republicanos catalanes, sino además porque soy el primer mexicano de mi familia, ¡y lo soy tanto como el más pintado! ¡Y para colmo, jalisciense!, de los que “cuando pierden arrebatan”.
Crecí entre la gratitud por México de aquellos asilados –mismo que me gustaría que se perpetuara en sus descendientes–, oyendo una y otra vez hablar hasta con lágrimas en los ojos que “Cárdenas les había abierto las puertas del país”, aunque me parece que se quedaron cortos.
Desde hace tiempo, he puesto especial atención en el paso franco –secundado por el gobierno de Manuel Ávila Camacho y también por el de Miguel Alemán–, pero también en el hecho asaz importante de que nuestro gobierno tuvo a bien mandar hombres de la mejor talla a buscarlos y, lo que quizá resultó más valioso: “rifársela con una gigantesca valentía” para defenderlos. No obstante, de esto último se habla poco.
Cabe decirlo con todas sus letras: de no ser por México, es decir, por sus enviados al meollo del totalitarismo, probablemente muchos más de cien mil refugiados habrían perdido la vida en las garras de los nazis o secuestrados por los franquistas –al igual que sucedió con republicanos tan distinguidos como el presidente de Cataluña, Lluís Companys; el ministro de Gobernación, Julián Zugazagoita, o el de Industria y Comercio, Joan Peiró.
Empero, a veces se minimiza o se soslaya malintencionadamente aquella gesta en favor de miles de hombres y mujeres que lograron salir de España para librarse de morir ajusticiados por los sediciosos o, al menos, de pasar por las peores cárceles y vivir un calvario difícil de imaginar.
Aparte de haber sido mal recibidos por muchos galos, principalmente en abominables campos de concentración, a mediados de 1940 sobrevino la fulminante invasión de Alemania a Francia e inició con ella una feroz persecución y acoso hacia los refugiados, tanto por cuenta de los propios nazis como de fascistas sedientos de aniquilar a los ya vencidos.
Dicho de otra manera: los republicanos españoles quedaron atrapados entre dos fuegos, aunado a que no sabían a dónde ir o no tenían a dónde ir… Pero entonces apareció en el horizonte “el ombligo de la Luna”, que para la cosmogonía náhuatl equivale al mero-mero centro del universo: México.
Se presentó la grandiosa iniciativa en la forma de un simple y vulgar telegrama: el 1699 del día 1 de julio de 1940: “Con carácter urgente manifieste gobierno francés que México está dispuesto a acoger a todos los refugiados españoles de ambos sexos residentes en Francia en el menor tiempo posible. Si dicho gobierno acepta, todos los refugiados quedarán bajo la protección del pabellón mexicano”. Firma: presidente Lázaro Cárdenas.
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