A este hombre también debemos el llamado cilindro de Leibniz, que se utilizó como el motor de varios modelos de calculadoras mecánicas, sobre todo en el siglo XIX.
Si hubo un hombre reconocido por su competencia como filósofo, literato, político, geólogo, matemático, historiador ¡y hasta alquimista!, ese fue Gottfried Wilhelm Leibniz. Nacido en la actual ciudad alemana de Leipzig en 1646, de niño demostró ser todo un prodigio autodidacta. Antes de que mudara los dientes ya comprendía la importancia de los libros y más tarde devoró las grandes obras de historia de la biblioteca de su casa. Pronto su idioma materno le fue insuficiente y para adentrarse en el mundo de los textos clásicos aprendió latín y griego por cuenta propia.
Años después, en la universidad, Leibniz se especializó en leyes y política internacional. Pronto se ganó tal prestigio en su ramo que importantes príncipes de toda Europa disputaban sus servicios. Ya como parte de un grupo privilegiado, logró relacionarse con las mentes más destacadas de su época. Igual se le veía debatir de teología que escribir artículos filosóficos sobre la sustancia del ser. Pero fueron los físicos y los matemáticos quienes más llamaron su interés. Se adentró en ese mundo de manera autodidacta, leyendo publicaciones y revistas relativas al universo de los números. Lo que para una mente normal significaba un conocimiento complejo, producto de años de aprendizaje, para Leibniz se volvió un lenguaje más de tantos que dominaba.
Resolvía las ecuaciones más controversiales para sus contemporáneos y desarrollaba sus propios algoritmos, en los que por casualidad –aunque en matemáticas sería correcto decir que era por lógica– emulaba, sin buscarlo, muchas de las grandes investigaciones de los especialistas europeos. Al conocerse esto se originó un acalorado debate sobre la originalidad de sus resultados, sobre todo cuando los ingleses apreciaron que la figura de Newton como padre del cálculo peligraba.
En la actualidad hay un consenso que indica que ambos llegaron a sus conclusiones matemáticas de forma independiente, aunque el inglés fue mejor aceptado debido al peso de la Real Sociedad de Londres.
En medio de la falta de reconocimiento, Leibniz murió en la ciudad alemana de Hannover en 1716, al frente de un singular cargo que se agregó a su ya extensa lista: jefe bibliotecario.
El artículo "Leibniz" del autor Gerardo Díaz se publicó íntegramente en Relatos e Historias en México, número 105.