¿Por qué los príncipes Salm Salm figuran en la Historia de México?

Los aventureros que intentaron salvar la vida del emperador Maximiliano
Oscar Ibarra Espinoza

 

Entre los protagonistas de la última etapa de la empresa imperial de Maximiliano de Habsburgo en México (1864-1867), encontramos al matrimonio conformado por Félix de Salm Salm y Agnes (Inés) Leclerq Joy, príncipes de Salm Salm.

 

 

La unión de dos mundos

 

Descendiente de una familia con orígenes medievales, Félix Constantin Alexander Johann Nepomuk, conde von Stein y príncipe de Salm Salm, nació en 1828, en el Castillo de Anholt, Westfalia, territorio perteneciente al reino de Prusia (en la actual Alemania). Desde los dieciocho años sirvió en el ejército prusiano, donde por indisciplina tuvo muchos problemas con sus superiores, situación que lo llevó a buscar mejor suerte en las fuerzas austriacas, donde se desempeñó como teniente y participó en la Guerra franco-austriaca (1859).

 

La vida fuera del código militar que llevaba provocó su expulsión del ejército austriaco. Entonces partió en 1861 a Estados Unidos, donde recién había estallado la Guerra de Secesión. Allí se integró a las fuerzas de la Unión y formó parte de la División Alemana del general Louis Blenker como jefe de su Estado Mayor. Después de la guerra, fue comandante de una brigada, con el título de general, y se desempeñó como gobernador de la Georgia del norte por breve tiempo.

 

En agosto de 1862 se casó con Agnes Leclerq Joy, nacida en Vermont, Estados Unidos, e hija de un coronel canadiense residente en ese país, conocido por Félix en su época de soldado unionista.

 

Conocida en México como Inés de Salm Salm, era considerada una mujer aventurera, atractiva y excéntrica. Ligada a los círculos más altos de la sociedad estadounidense, era una excepcional cabildera para obtener sus propósitos, entre ellos el ascenso político, social y militar de su marido. Destacó como enfermera en los hospitales unionistas durante la Guerra Civil de Estados Unidos. Entre sus amistades encontramos al presidente de ese país, Andrew Johnson, y a Gordon Bennet, fundador y editor del periódico The New York Herald, el cual cubriría algunas acciones de Agnes en su estancia en Querétaro, durante la Segunda Intervención francesa (1862-1867).

 

En este mismo periodo, Inés utilizaría sus encantos femeninos para acercarse a oficiales tanto liberales como imperialistas, pues “tenía la peculiar habilidad de introducirse en todas partes y de lograr sus deseos, a lo que ayudaba mucho su nombre y su hermosura”, de acuerdo con el historiador Egon Caesar Conte Corti, y posteriormente para fraguar la fuga de su marido y Maximiliano, a fin de evitar su juicio y posterior ejecución en Querétaro en 1867.

 

La aventura mexicana

 

Tras finalizar la Guerra de Secesión en Estados Unidos, los príncipes llegaron a México en 1866, buscando más aventuras en el intrincado contexto de la guerra civil interna y la Segunda Intervención francesa. Primero arribó Félix, quien logró un puesto en la legión belga comandada por el general Alfred van der Smissen. Así lo recuerda en sus memorias:

 

“A mi llegada a México el emperador no se hallaba ahí; pero solicité por medio de una carta un empleo en el ejército […] las bondades y esfuerzos del ministro prusiano [Anton von Magnus] triunfaron [y] conquistando toda oposición el 1 de julio de 1866 fui nombrado coronel de Estado Mayor y agregado a la plana mayor del general francés Neigre […] Como la princesa, mi esposa, intentaba seguirme a México tan pronto como tuviese un empleo en el ejército, el emperador me concedió licencia para traerla […] la encontré en La Habana y al momento regresé con ella a México.

 

Una vida ociosa me parecía sumamente desagradable […] supliqué al ministro de Guerra que me permitiese acompañar, en calidad de voluntario, a un cuerpo belga al interior […] marchamos por Pachuca a Tulancingo, a donde relevamos a un destacamento del Cuerpo Austriaco.”

 

Casi al final del imperio, en 1867, luego de que comenzaran a salir los franceses de México, Maximiliano tomó el liderazgo de lo que quedaba de las tropas imperialistas y se dirigió a Querétaro. El emperador se hizo acompañar únicamente de mexicanos, por lo que el prusiano se unió a las tropas de Santiago Vidaurri y así fue como logró llegar también a Querétaro, donde estrecharía sus vínculos con Maximiliano, hasta ser nombrado general de brigada y primer ayudante de campo.

 

El descontento ante las decisiones tomadas por el emperador fue el caldo de cultivo para que se desatara una bruma de desconfianza y acciones desleales entre sus simpatizantes, que fueron aumentando conforme el cerco republicano se cerraba. En ese contexto, el general Leonardo Márquez fue enviado a Ciudad de México como lugarteniente del imperio, con la comisión de reunir recursos para la defensa de Querétaro, pero al pasar los días y vencerse, con creces, el plazo de su regreso, Maximiliano nombró a Félix para salir al encuentro de Márquez y cumplir con el objetivo, demostrándole amplia confianza al investirlo de plenos poderes, ya que su “bravura, fidelidad y abnegación, había tenido motivo de apreciar en distintas veces durante el sitio”, de acuerdo con el médico del emperador, Samuel Basch. Sin embargo, el plan no se pudo llevar a cabo por el eficaz dominio liberal de las salidas que comunicaban con la capital.

 

De este modo, el archiduque austriaco y Félix serían tomados presos el 15 de mayo de ese año, por las tropas republicanas del general Mariano Escobedo.

 

Lealtad hasta el final

 

En un contexto tan sombrío para la figura imperial, la cual acabó abandonada por personalidades en las que había puesto su confianza, aparecieron los príncipes de Salm Salm, quienes le demostraron su adhesión en los momentos en que muy pocos estaban dispuestos a exponer su vida y libertad por un gobernante que pocas probabilidades tenía de triunfar, después de la salida de las tropas francesas del país.

 

Desde su llegada a Querétaro en 1867, Félix estuvo muy cerca de Maximiliano. Desde la aprehensión de ambos, Inés empezó a planear cómo salvar a su marido y al emperador. Para muchos que vieron o conocieron esos intentos, les parecía una aventura descabellada, pero la princesa recordaría en su diario: “hay impulsos contra los que no se puede resistir, y contra los cuales todas las razones del entendimiento son completamente impotentes. Me parecía que una fuerza irresistible me impelía a seguir la voz de mi corazón y vine a tomar la determinación de llevar a cabo mi designio, venga lo que viniere”. Así que “me puse en camino [a Querétaro] el 27 de abril, me acompañaron por supuesto Margarita [su dama de compañía] y Jimmy [su inseparable perro] y también mi pequeño revólver de siete tiros que llevaba siempre conmigo”.

 

Aquellas semanas debe evocar en su diario el príncipe y coronel austriaco Carl Khevenhüller, cuando refiere que “varios días antes de la capitulación [de Ciudad de México] se precipitó repentinamente a mi cuarto la princesa Salm, originalmente una artista ecuestre e hija de un seudogeneral americano. Quién sabe cómo había atravesado las líneas (se dice que a besos); venía a instarme a que entregara la ciudad”.

 

Lo cierto es que Inés logró entrevistas con el general Porfirio Díaz en Ciudad de México y con Escobedo en Querétaro, a fin de obtener el permiso de visitar a su esposo y al emperador. Allí se dio cuenta de la situación deplorable en la que estaban.

 

La relación entre Agnes y Maximiliano se estrechó en Querétaro, de la misma manera que ocurrió con Félix, a la sombra de un anunciado y catastrófico final, sobre todo porque “siempre tenía delante de mí el rostro pálido y melancólico del Emperador, dirigiéndome miradas de gratitud desde su lecho de dolor; miradas que se grabaron en mi corazón […] y que parecían recordarme que cada momento que perdiese podía costarle la vida”.

 

Los planes de fuga

 

Mientras Maximiliano estaba preso, Escobedo lo visitó. Luego, el austriaco, con la anuencia del general republicano, respondió al gesto al acudir a su cuartel general situado en la hacienda La Purísima, adonde únicamente se hizo acompañar de los príncipes de Salm Salm, dejando clara la cercanía y preferencia que el archiduque expresaba a Inés y Félix, lo que les permitiría enfrentar juntos las complicaciones del encierro.

 

Maximiliano rogó a Escobedo le permitiera salir de México a cambio de su abdicación, petición que fue rechazada por el general y por el mandatario Benito Juárez. Las presiones llegadas desde Europa y Estados Unidos para salvar al Habsburgo también toparon con la figura presidencial; los ruegos de los ministros en México no lograron mejor suerte, así que lo único que quedó al archiduque fue la aventurada fuga.

 

Al sondear a los oficiales que mantenían la custodia de los prisioneros en Querétaro, Félix inició los preparativos para la fuga, con la finalidad de evitar la comparecencia ante el tribunal de guerra y la muy probable sentencia de muerte. Al mismo tiempo, intentaba convencer a Maximiliano de la fuga. Al principio, el austriaco se horrorizó de la idea, pero con varios argumentos “le probé –recordaría el Félix– que había hecho más de lo necesario para su honor militar y que era un deber que al mundo debía el de salvar su vida”.

 

El primer plan de fuga fue creado por el príncipe Félix, pero parecía no estar del todo bien concebido, pues dice Inés: “desde el principio desconfié del buen éxito del mencionado plan, aunque hice cuanto pude para llevarlo a cabo. Era magnífico en sí, pero yo no tenía la confianza en la gente que mi marido empleaba […] e insistí en que el emperador tratase con personas de más categoría”. A pesar de todo, Félix ya había hecho varios preparativos desde la cárcel para lograr el escape, como sobornar a oficiales liberales y dictar instrucciones:

 

“[Comprar] seis caballos, seis revólveres y seis sables […] Se había arreglado que primero nos dirigiéramos a la Sierra Gorda, de allí a Tuxpan […] de cuyo punto podía llegar el emperador a Veracruz […] El escape por lo tanto debería hacerse durante la noche del 2 al 3 de junio [pero el día 2] a la una de la tarde llegó un despacho telegráfico anunciando que el barón Magnus y los mejores abogados de México, [Rafael] Martínez de la Torre y [Mariano] Riva Palacio […] habían salido para Querétaro […] a cosa de las cinco me mandó buscar el emperador y me dijo que […] no se fugaría esa noche.”

 

El emperador confiaba en las diligencias de los abogados y los ministros plenipotenciarios ante Juárez, pero las noticias que la princesa de Salm Salm recibía, a través de sus contactos, no eran buenas; por ello se dio a la tarea de preparar el segundo plan de fuga y convencer a Maximiliano:

 

“Hacía mucho tiempo que me esforzaba en convencerle de la necesidad de tratar respecto de su fuga, no con unos oficiales subalternos, sino con los jefes. Ya había ganado a uno de ellos [coronel Ricardo Villanueva] quien tenía el mando de todos los guardias de la ciudad […] me decía que él solo no podía efectuar la fuga, y que era preciso ganar al coronel [Miguel] Palacios, quien tenía el mando superior en la misma prisión. Para este objeto pedí la suma de 100,000 pesos que el emperador debía colocar en el banco del Sr. Rubio.”

 

Reunir dicha cantidad en efectivo se complicó, a pesar de que el emperador dispuso de todos los fondos que tenía en Querétaro, según su secretario José Luis Blasio. Se decidió emitir dos pagarés por cien mil pesos para convencer a Villanueva y Palacios de apoyar la fuga, pero tampoco se tuvo éxito, ya que los coroneles pedían, además de la firma de Maximiliano, la de los ministros plenipotenciarios residentes en Querétaro.

 

Después de esto, el plan de fuga le fue comunicado a Escobedo, quien reforzó la vigilancia, alejó al príncipe de Salm Salm de la prisión del emperador y expulsó de Querétaro a la princesa y a los representantes diplomáticos.

 

De rodillas ante Juárez

 

Tras los intentos fallidos de fuga, la princesa de Salm Salm utilizó sagazmente “todos los medios al alcance de una mujer” para salvar la vida de Maximiliano y de Félix. Para ello se presentó en San Luis Potosí ante Juárez: “Al hablar de mi marido y del emperador, el presidente me manifestó que tenía algunos temores de no poder hacer nada por el último, pero que en cuanto a mi marido […] me empeñaba su palabra de honor que no arreglasería fusilado”. Sin embargo, quiso conseguir el indulto para ambos:

 

“Aunque tuve poca esperanza, sin embargo quise hacer otro intento para enternecer el corazón de aquel hombre, de quien dependía la vida del emperador, cuyo rostro pálido y cuyos ojos azules y melancólicos […] me estaban mirando continuamente. Eran las ocho de la noche cuando fui a ver al Sr. Juárez, quien me recibió al momento. Estaba muy pálido y parecía padecer mucho. Con labios temblorosos imploré la vida del emperador […] Temblando y sollozando caí de rodillas. Rogaba con ardientes palabras que provenían del corazón […] El presidente hizo esfuerzos para alzarme; mas abarqué sus rodillas y no quise levantarme […] Me dijo con voz baja y triste: “Me causa verdadero dolor, señora, el verla así de rodillas, mas aunque todos los reyes y todas la reinas estuviesen en vuestro lugar, no podría perdonarle la vida, no soy yo quien se la quita, es el pueblo y la ley los que piden su muerte, si yo no hiciese la voluntad del pueblo, entonces este le quitaría la vida a él, y aun pediría la mía también”.

 

 

Esta publicación es sólo un fragmento del artículo "Los príncipes Salm Salm" del autor Oscar Ibarra Espinoza que se publicó en Relatos e Historias en México, número 123Cómprala aquí